jueves, 27 de diciembre de 2007

Regreso

Algunas tardes te sugiero historias, efímeras imágenes que dibuja la luz en la hoja blanquísima del aire. Cada escena encierra un drama íntimo, una desgarradura dolorosa que se pierde como una brizna de polvo en la tormenta. Así, te cuento el caso de un individuo que pretendía regresar sobre sus pasos, quería desandar puntualmente su camino. Lo intentó varias veces, pero perdía las marcas y enredaba las rutas, una y otra vez terminó en lugares desconocidos a los que no quería llegar. Para lograr su objetivo adquirió los implementos que, según él, eran necesarios para reconocer sus propias huellas: un teodolito, varias lupas, una lámpara, brújula, un sextante, lápiz y papel para trazar los mapas. Todos lo vimos recorrer las calles de la ciudad en busca de las marcas que dejaron sus zapatos, medía con cuidado las huellas, comprobaba la profundidad para ver si concordaba con su peso. Durante un buen rato contemplaba las marcas, y después su suela, otra vez la marca y otra vez la suela, medía también la distancia de los pasos. Después de varios años de tan minuciosa labor logró dibujar el mapa de todos los caminos recorridos. Preparó entonces lo necesario para el viaje y emprendió su camino de regreso. Nadie lo volvió a ver, pero si sales a recorrer las calles de la ciudad, en otoño, podrás ver, seguramente, un sinfín de huellas que se borran.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Viejo

Han pasado muchos años, casi setenta. Hoy me cuesta más trabajo recorrer el centro de la ciudad con mi canasta. Mis pasos, por causa de la debilidad y el abandono, son más cortos y más lentos. Hoy perdí un dolor, se me salió de la bolsa sin que me diera cuenta. A estas alturas he perdido tantos que dedico días enteros a buscarlos, observo cada rincón y cada grieta; levanto los tapetes y las piedras; reviso la parte superior de los roperos; abro libros al azar para ver si los encuentro entre las hojas; acecho a veces desde una ventana, para ver si sorprendo un dolor oculto entre las horas. Y es que sé, de alguna forma, que los dolores son la soldadura, el nudo de la extraña red que tejo con mis pasos. No soy estoico desde luego, no me gusta sufrir, pero no encuentro manera mejor de prepararme para recibir a la catástrofe. Así, abandono cada mañana la sombra del hogar y me instalo aquí, en una banca de la plaza de armas, veo pasar el día y caminantes y palomas. Intercambio dulces y semillas por monedas, y espero el dolor, uno de los míos que ya regresa, o uno extraño, el nuevo, el definitivo, el que me abra la puerta que conduce al camino sin regreso.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Escultura

Llegué a la Plaza de Armas. Escogí la banca libre que me pareció más cómoda y me dispuse a leer un cuento fantástico, uno de esos en los que la realidad se borra y da lugar a sucesos extraordinarios. Antes de abrir el libro hice un recorrido con la mirada: la cantera bañada por el sol parecía más clara; tres o cuatro lustradores de calzado; dos globeros; un anciano que vendía semillas y dulces que portaba en un cesto; dos parejas jóvenes y varios hombres maduros concentrados en ver el paso de las horas como una lluvia implacable que moldea los rostros y las piedras. Una mujer llamó mi atención, pedigüeña, encorvada, como de setenta años, caminaba con lentitud tal que hubiera podido relatar su vida entera en cada paso. Se dirigió hacia el muro de la fachada de la catedral. El día declinaba y la sombra empezó a cubrirnos. Sin embargo, la cantera de la iglesia se aclaraba todavía más, por momentos era casi blanca. La pordiosera daba un paso y el muro emitía un destello que deslumbraba. Cayó la noche. La mujer llegó al muro de cantera que, para entonces, más que blanco parecía un espejo. Ella se fundió con la pared y quedó transformada en escultura, en una santa blanquísima, de mármol, que se puso a proteger palomas.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Profanación

Ella supo desde siempre que profanarían su tumba. Ese conocimiento le asaltó durante algún mal sueño y aparecía también, de pronto, durante las horas de vigilia. La idea le pareció repugnante, más, incluso, que la de ser violada por un hombre violento, contrahecho y maloliente. Habló de esto con sus padres quienes trataron de aminorar el miedo dándole infusiones que la sedaban, para evitar las pesadillas. Por un tiempo logró alejar su angustia y la imagen de ser descubierta en estado de putrefacción. Jamás tuvo problemas para mostrar su belleza y su sexo; pero le aterraba que alguien pudiera ver más allá de su piel, que le viera la muerte oculta en cada hueso, en cada fibra, en cada célula. No fueron suficientes los mimos de sus padres, ni el consejo de amigas, sacerdotes y terapeutas, el miedo creció, se hizo insoportable, le desquiciaba la llegada inevitable del mes de noviembre. Así, en octubre, eligió la única manera de acabar con su tormento, puso fin a su vida. La enterraron en el cementerio de Santa María y ahí descansó en paz, hasta el día en que un vigilante descubrió su tumba profanada, y ella le mostraba su muerte al mundo.

martes, 20 de noviembre de 2007

Escarabajos

Todos conocen mi propensión al estudio de los animales extraños, es por eso que nadie se sorprende si me ven hurgando en los jardines y los parques, o encaramado en algún muro para seguir el camino pertinaz de las hormigas. Fue así, curioseando, que di con una especie de coleóptero, un escarabajo, que tiene la facultad de mimetizarse, adquiere la textura y el color del entorno, así oculta su presencia para lograr dos cosas: por un lado evita ser descubierto y destruido por sus enemigos naturales; por el otro aguarda el descuido irremediable y fatal de su presa. Las alas que oculta su caparazón le resultan inútiles porque nunca vuela, sólo se arrastra. Habita casi con exclusividad en los rincones más oscuros de los edificios públicos, aunque puedes encontrarlos, a veces, en otros lugares, también públicos, pero siempre atraídos por el aroma del poder que los seduce. Miden de cinco a diez centímetros, según su edad y su sexo. Son de un color metálico, azuloso y atrayente. Aparentan ser amables y gustan de asolearse en grupos, salen de sus guaridas sombrías y se reúnen para tomar la luz mientras frotan sus élitros para producir una especie de música que, por momentos, puede resultar agradable y adormecedora. Tienen, sin embargo, una característica repulsiva: son predadores y su objetivo son los otros individuos de su misma especie. Con el afán de saber un poco más del insecto recolecté algunos y los llevé a mi casa para examinarlos con cuidado. Al llegar los saqué de la caja en la que los había depositado y grande fue mi sorpresa al no encontrar más que puros cadáveres. Los bichos se comieron y mutilaron uno al otro, transformaron el depósito en un campo de batalla y en el fondo sólo quedaron cuerpos desgarrados. Fue tal el asco que sentí que, por lo menos durante algún tiempo, abandoné todo interés por los animales y ocupé mi tiempo en redactar parábolas.

martes, 13 de noviembre de 2007

Alas

La ciudad se cubrió con alas. Todas las personas estaban intrigadas. Los niños las recogían y confeccionaban con ellas una especie de colchones en los que jugaban complacidos. Primero pensamos que se trataba de alas de mariposas, devoradas por los pájaros, pero los entomólogos pronto refutaron nuestra suposición. Era tal cantidad de alas, tan rara su textura y su color, tan grande la variedad de tamaños, que no podía explicarse su presencia con base en los insectos conocidos. Algunos fenómenos extraños acompañaron la proliferación de alas: aumentaron la violencia y los suicidios; las iglesias y los campanarios se llenaron de grietas; algunos niños asesinaron a sus padres que dormían; de vez en cuando se oían desgarradores gritos; se incendiaron los parques y mercados; las noches se tornaron más oscuras. Todos abandonaron sus hogares, la ciudad se vació. Terminé vagando solo por una ciudad que se volvió ruinas. Las alas me dificultaron los pasos. Dediqué todo mi tiempo y los cada vez más escasos períodos de luz a investigar el fenómeno de las alas. Después de muchas lecturas, pesquisas y meditaciones, llegué a la única respuesta posible: por alguna razón, que no vislumbro, se murieron los ángeles.

martes, 6 de noviembre de 2007

Insectos

Una tarde mi biblioteca se llenó de insectos. Unos animalitos parecidos a gorgojos infestaron anaqueles y paredes. Rocié insecticida para eliminar la plaga, pero fue inútil, la proliferación de bichos no disminuyó, parecía un aquelarre de polilla la noche de San Juan. Limpié de polvo los cantos y lomos de los libros. Tomé al azar dos o tres ejemplares y los abrí para ver si descubría los nidos. Mi sorpresa fue grande, ante mi vista las letras se transformaban en gorgojos y los libros quedaron como cuadernos en blanco. Ante la inutilidad de las medidas tomadas, empecé a matarlos al viejo estilo de la abuela, como piojos, presionándolos entre las uñas. Los más difíciles de aniquilar, los más duros, eran los que correspondían a las eses y las aes. Después de mucho tiempo noté que la plaga menguaba. Enflaquecí por la descomunal tarea. Me vacié al mismo tiempo que cumplí con mi exterminio. Por fin tuve al último gorgojo entre mis uñas, dudé un poco antes de oprimir, pues sabía que tal vez matar a la última letra, transformada en insecto, era en realidad una forma de suicidio.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Angelica

Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo.
pero debo seguir muriendo hasta tu muerte.
Olga Orozco

Contar la historia de Angélica no parece, a primera vista, algo interesante, salvo el asunto de su muerte. Sus primeros años transcurrieron en una situación privilegiada. Hija de un importante personaje de la comunidad, nada le faltó para satisfacer sus necesidades y aun sus caprichos. Sus días eran casi todos iguales: clases con una institutriz tolerante y permisiva; paseos por los jardines; visitas ocasionales al corral y a la huerta; recorridos, en las tardes lluviosas, por el laberinto que formaban las incontables habitaciones de la casa grande; tardes enteras en la biblioteca en busca de ilustraciones interesantes. Como hija única siempre se vio rodeada de las atenciones esmeradas de sus padres, familiares y sirvientes. Ella siempre pensó que vivía en un castillo y era una princesa. Los únicos miedos que la persiguieron provenían de sus sueños, de los ruidos inexplicables de los sótanos, a los que nunca le permitieron bajar, y de la espada que colgaba sobre la chimenea. La espada perteneció a un militar al que todos se referían como El abuelo, pero la relación familiar entre Angélica y el dueño del arma era imprecisable porque se hundía en un remoto pasado. Nunca supo la razón de su miedo a ese instrumento brillante que reposaba medio salido de su vaina, era, tal vez, porque intuía su filo peligroso, o por las historias de guerra, violencia y muerte que rodeaban a la figura del abuelo.
A la orilla del río, Angélica observa cómo los caballitos del diablo trazan líneas ondulantes en el agua, sus alas casi no se ven, son como manchas de luz azul que se detienen por instantes en los tules o en las piedras mojadas. La niña mete las manos en el agua para sentir el beso de los peces en sus dedos. Llora. Este día conoció la soledad. No fue por el regaño de su padre ni por la mirada fría de su madre, tampoco por la culpa. Se aventuró a penetrar en los misterios de los sótanos prohibidos porque hoy amaneció llena de preguntas. Algo en su interior cambió, dejó de ser parte de la casa y del paisaje, se supo única, diferente, las cosas dejaron de tener sentido y cada objeto, cada hueco, cada persona se volvieron unas pregunta sin respuesta. Por eso se fue al río, para ver si el murmullo del agua, o el de las hojas mecidas por el viento, podrían proporcionarle una respuesta. Siempre que Angélica se siente sola recuerda esta escena junto al río, han pasado muchos años pero el dolor nunca volvió a dejarla, lo siente como una libélula de alas azules que le revolotea por dentro. Algo se le rompió en las escaleras húmedas del sótano y, desde entonces, vaga por el mundo sintiéndose incompleta y con el hueco doloroso de la pérdida, es como si trajera la espada del abuelo atravesada en el vientre.
Otra cosa que Angélica recuerda con mucha claridad es una lectura. Unos días antes del episodio del sótano encontró un libro con ilustraciones de mujeres que viajaban sobre nubes. El libro, escrito por un tal Marcel Schwob, inicia con un discurso de Monelle que dice: “Yo soy la que está sola. Porque estoy sola me darás el nombre de Monelle, pero no olvidarás que tengo todos los otros nombres”. Angélica quedó impactada por estas palabras, se grabaron a fuego en su memoria, ella se sabía Monelle y creyó que las mujeres salían de la noche y volverían a la noche. Creyó también, como el personaje del libro, que: “Ninguna mujer puede permanecer junto a vosotros... Os enseñan la lección y luego se van. Vienen en medio del frío y de la lluvia para besar vuestra frente, después, las espantosas tinieblas vuelven a tragarlas”. Por eso Angélica buscó siempre la luz, abría puertas y ventanas, limpiaba con esmero el piso y las paredes para fabricar espejos que destruyeran la sombra con su brillo. Sin embargo, la oscuridad nunca se fue del todo, siempre estuvo ahí, como una presencia fatal y amenazante. Angélica creyó, por incomprensibles razones, que la negrura era parte de su propio ser, manaba de todos sus orificios. Alguien la convenció de que el mal habitaba en ella, convertido en manzana, y decidió beber el agua del Leteo, trató de olvidar las palabras de Monelle y la oscuridad del sótano. Muchos años vivió con un vaso de ron entre las manos.
El devenir desgasta, todo lo transforma en ruinas. Así se diluyó el castillo y los corrales y la huerta. Del río sólo quedó su cauce, desquebrajado y seco, sin tules y sin sauces. Todo se perdió en la polvareda que dejaron los cascos del poder en su cabalgata ciega. De todo, Angélica sólo retuvo la espada del abuelo. La espada fue otorgada en herencia a la esposa del militar, cuando éste se perdió durante alguna de las muchas batallas en el siglo diecinueve, de ahí pasó a la hija mayor y luego a otra, nunca más la empuñó un hombre, estuvo al cuidado de las mujeres como un símbolo de la presencia insoslayable del patriarca. En el caso de Angélica significó también el miedo, era el trozo de un pasado perdido para siempre. Algunas veces, cuando ni el vino lograba disipar las sombras, Angélica empuñaba la tizona y tiraba mandobles a la nada con la esperanza de asesinar fantasmas.

—Cuidado Pancho, fíjate cómo pateas la pelota, no vayas a romper un vidrio de La llorona.

Pancho nos vio a todos, sentados, o mejor, tumbados en la banqueta, sudorosos y cansados después del juego. Nos arrojó la bola con la mano y caminó despacio hacia la casa blanca, la casa de La llorona. Angélica era conocida por nosotros con ese sobrenombre. La llamábamos así porque su apariencia era fantasmal, muy blanca, de pelo largo y claro, siempre vestía una bata de tela transparente y caminaba con lentitud, como flotando, como entre nubes, volaba creo, al menos eso pensábamos cuando la veíamos agazapados desde la ventana. Seguimos a Pancho y nos asomamos una vez más para ver al fantasma, sólo que ahora ella nos vio, se acercó a nosotros y nos hizo una seña para que pasáramos. Nos acercamos a la puerta negra de metal, con timidez, en fila como si estuviéramos bajo las órdenes de una maestra. Nos abrió la puerta y nos condujo a su alcoba, una vez ahí nos pidió que nos sentáramos a los pies de la cama, los que no cupieron fueron instalados en sillas ubicadas a los costados. Angélica se colocó en la cabecera, se despojó de la bata y quedó completamente desnuda, su piel resplandecía iluminando la estancia, ni una sombra pudimos ver, la única oscuridad detectable era lo rosado de sus pezones y lo castaño de su bello púbico. Después tomó un libro que reposaba en la almohada y comenzó a leer. Su voz salía como arrastrada, inentendible. Ninguno de nosotros supo qué leía, sonaba misterioso, pero estábamos fascinados, inmóviles, con la mirada fija en ese cuerpo de mujer desnuda que para nosotros era un descubrimiento, una revelación. Recuerdo bien la luz, su piel pálida, la textura satinada de la colcha que apreté con las manos, el intenso y penetrante olor a alcohol que se desprendía de la mujer, y del vaso y la botella que estaban en la cómoda. Terminó de leer y sin vestirse nos acompañó a la salida. En cuanto pisamos la calle corrimos sin parar hasta la casa de la abuela, huíamos, sin saber por qué, de la casa sin sombras.
La visita se repitió dos o tres veces, siempre igual; ella con el libro en las manos, nosotros absortos en la voz y en el cuerpo desnudo. Nunca supe más de ella, lo que te cuento es una invención, como todo lo que se transforma en discurso. Lo que puedo decirte son pedazos de una historia, de varias historias, que rescaté de la basura, de las voces maledicientes de los habitantes del barrio, de los rumores. Angélica no fue apreciada por sus vecinos, la veían como un peligro, de ella se dijeron las cosas más insólitas, alguien incluso afirmó que la vio desnuda por la calle, con una espada que blandía en la mano.
Le decíamos La llorona porque con frecuencia la vimos, a través de la ventana, llorar larga y silenciosamente. Tal conducta nos parecía inexplicable y extraña. Angélica vivía sola. Los rumores que corrían en torno a su vida y su pasado eran de la más variada índole, a cual más de misterioso y sorprendente. Alguna vez, mientras jugaba en el patio, escuché una conversación de los adultos que se descuidaron, o no se percataron de mi presencia. Ellos hablaban de Angélica y un padre rígido, cruel, que castigaba a la niña encerrándola desnuda en los sótanos húmedos de la casa grande; alguien mencionó la posibilidad de violaciones y maltratos; otro negó tales atrocidades aduciendo que sólo se trataba de una enfermedad mental grave, transmitida por la sangre como un castigo a los excesos del abuelo.
Años después, mientras hojeaba unas revistas que me regaló mi padre, encontré un recorte de periódico, era un pedazo de la nota roja, amarillento y sin fecha. En el recorte se da cuenta de la muerte de Angélica. La nota, resumida, dice más o menos lo siguiente: Aterrador descubrimiento. Una mujer de nombre Angélica B. fue hallada, sin vida, esta madrugada. La policía no ha logrado esclarecer los hechos, aunque hay varias líneas de investigación. Una de las versiones afirma que la occisa, ebria, jugaba con una vieja espada y accidentalmente cayó clavándosela en el vientre. Otra, que algún malviviente intentó violarla y, al resistirse, fue muerta con una espada que guardaba como reliquia de familia. Había dos o tres versiones más, ninguna fue confirmada. Se interrogaron a vecinos y familiares pero todos discreparon en sus declaraciones. Sólo en un punto hubo coincidencia: fue difícil hallarla porque la casa estaba total y absolutamente a obscuras. A pesar de que ya estaba entrada la mañana ni un rayo de luz se filtraba en la casa, fue necesario romper los vidrios de las ventanas y retirar todas las cortinas para reconocer la recámara y el cuerpo. Un dato puesto al final de la nota, aparentemente inconexo, casi para rellenar, mencionaba los objetos encontrados en la escena: una botella, medio vacía, con un poco de ron, la fotografía de un casco de hacienda en ruinas, El libro de Monelle y una novela titulada La muerte del samurai.

martes, 30 de octubre de 2007

Historia de un disparo

Pidió la hora y le dieron un balazo. Esta frase encabezó una nota de la sección policiaca de un periódico local. La información en el cuerpo de la nota se refería a un chofer que se aproximó, por la noche, al guardián uniformado de un negocio para pedirle la hora, éste, sin mediar razón alguna desenfundó su arma y disparó sobre el interrogador. El hecho relatado parece trivial por cotidiano, de este tipo de sucesos están plagadas las páginas dedicadas a la nota roja de los diarios. Sin embargo podemos hacer un ejercicio de reflexión que nos ayude a entender o interpretar una conducta que no carece de interés por cuanto implica algunos factores que merecen atención: el tiempo, el poder, la muerte y el lenguaje. El hecho de disparar sobre un individuo que pregunta la hora puede entenderse como una defensa, un acto de poder, o de locura.
En el primer caso, la defensa, podemos entender que, en la mente del velador, se desató el pánico debido al conocimiento de que solicitar la hora o un cigarro es parte del ritual del asaltante, por lo tanto la proximidad de un desconocido, amparado por la obscuridad de la noche, que pregunta la hora, es señal inequívoca de una violencia o un asalto. El policía interpretó los signos según su código personal y no tuvo otra salida que disparar sobre quien, a su juicio, amenazaba su integridad o su vida. La intención del herido permanece incógnita, pudo tratarse en efecto de un delincuente que preparaba un robo, o bien de un transeúnte ingenuo que preguntó la hora sin reparar en las consecuencias, o de una persona solitaria que pretendió iniciar una charla para romper su soledad. Lo que se hace evidente es que las incontables trampas del lenguaje, verbal y no verbal, las marcas generadoras de sentido, produjeron este hecho de sangre, el vigilante interpretó los signos como un peligro y respondió ante una fatalidad con otra.
Como acto de poder, el velador uniformado y el arma que porta son símbolos de control, parte de los mecanismos con que la sociedad organizada impone límites a la conducta. El vigilante está ahí para defender un principio, un concepto generado por el discurso jurídico y económico: el de la propiedad privada. La propiedad que defiende no es la suya, el velador sólo cumple el encargo de resguardar el orden impuesto por la cultura dominante, no juzga, no medita las causas y las consecuencias, sólo actúa. El papel asignado, de brazo de la ley, le impide ejercer un juicio de valor que le dé pistas acerca de qué es más importante, la mercancía o la vida. Por esto, cuando el policía interpreta la presencia del interrogador como virtual amenaza para los bienes encomendados, ejerce el poder que le fue conferido y dispara contra quien, a su juicio, rompe las reglas, invade un espacio prohibido, cruza una frontera imaginaria y artificial. La agresión del disparo se produce por la acción del discurso de poder implícito, la norma dominante impone las reglas que regulan y legitiman la conducta y la muerte.
A partir de la locura, la conducta del velador se explica por la presencia de una paradoja. Quién, en su sano juicio, puede pedir la hora y no esperar un disparo o una cuchillada por respuesta. Solicitar a bocajarro la ubicación precisa del instante implica someter la mente del interrogado a la presión de buscar una respuesta al viejo problema de la humanidad: el devenir y su desenlace, la muerte. El tiempo puede considerarse como una cualidad intangible de la materia o como una categoría del razonamiento, un método para apresar la realidad, para entenderla y manipularla, en ambos casos su medición es arbitraria, las manecillas del reloj no miden el tiempo sino la velocidad con que recorren el espacio de la carátula impulsadas por el mecanismo de un péndulo. En todo caso, lo que marca el reloj no es el tiempo sino el número de veces que se ha cumplido un ciclo construido con múltiplos de doce. Así, el velador interrogado cayó en un estado de perplejidad, producido por el vértigo de verse obligado a dar respuesta a lo insoluble, se colocó ante una bifurcación, por un lado la locura y por el otro la muerte, las dos formas de parar el tiempo. La acción de disparar se explica por la presencia del absurdo, la única defensa contra la locura es la locura. El que interroga pide un absurdo, la hora, y obtiene del interrogado otro absurdo, el disparo.
El relato de nota roja se transforma en un cuento taoísta, en la reproducción de una paradoja que lleva necesariamente a disolver la realidad para demostrar que ésta es una construcción caprichosa de la mente. Entre el acto de pedir la hora y el de sacar un arma y accionarla, media una realidad construida con signos, un discurso que violenta los hechos y se resuelve, desenlace fatal, en la muerte y el silencio.

lunes, 22 de octubre de 2007

El verdugo

Jacobo Felipe, indio originario de Teocaltiche, cumplió una docena de años en la cárcel. Fue preso y juzgado por haber dado muerte a su mujer a golpes de gorguz. La tarde del 25 de julio de 1536, al salir de la misa. Bebió mucha savia de peyote. Bajo el efecto de la bebida lo persiguieron los demonios. Lleno de terror tomó su lanza y repartió mandobles, empuñó la puya que portaba y golpeó sin piedad a toda sombra que se cruzó a su paso, a todo bulto que alcanzó a distinguir con sus ojos midriáticos. Trató de ahuyentar a los fantasmas hasta quedar rendido.
Al despertar, ya sin los efectos del peyote, se vio en medio de un juicio, se le acusó de haber dado muerte a su esposa golpeándola en la cabeza con la lanza. Fue sentenciado a muerte. Se le metió en la cárcel a esperar que se cumpliera con el fallo. Sin embargo, no se encontró en toda la región a nadie que tuviera designado por oficio el de verdugo, ni a persona que quisiera cumplir con la encomienda, por lo tanto, quedó prisionero hasta doce años después de los hechos. Lo soltaron al fin cuando un jurado revisó su caso, conmutaron la pena de muerte por la de cumplir, por el resto de su vida, con la tarea ingrata del Verdugo.

martes, 16 de octubre de 2007

La Maltos

En la esquina formada por las calles que dividen a la ciudad en cuatro se alza la fachada de la vieja casa que albergó a la Santa Inquisición y después fue el domicilio particular de una mujer contradictoria: devota hasta la crueldad; piadosa hasta el asesinato; mística hasta la lujuria; humilde hasta la megalomanía. Esta mujer, conocida como la Maltos, se convirtió en la espada de Dios y por lo tanto en diablo, en la mitad de Dios que es el infierno. Ella colaboró con la Santa inquisición, denunció herejes y apóstatas, llevó al potro de los tormentos a muchos, a veces hasta por faltas leves, pecados veniales, a veces con acusaciones infundadas. Efectuaba con frialdad y precisión el ritual que le dictaban sus creencias. El celo religioso de la Maltos la llevó, después de cometer un sinfín de crueles torturas, enjuiciamientos y asesinatos en el nombre de la Santa Inquisición. Pero también cometió un error fatal: acusó a quien no debía ser acusado, a uno con más poder que ella. Desde luego los papeles se invirtieron y la perseguidora se convirtió en perseguida. Todo este asunto la obligó a enclaustrarse y romper todos los espejos de la casa. Después, en los muros, empezó a pintar la historia de una nueva creación.
Su locura la obligó a plasmar exclusivamente diversas versiones del Apocalipsis en donde el mundo terminaba consumido por el fuego, o arrasado por inundaciones y por guerras. Desesperada por su incapacidad para pintar el génesis se sumió en la depresión y el silencio. Cuando los vecinos fueron a buscarla, extrañados por semanas de no verla, encontraron una casa vacía con los muros pintados como en una iglesia. El rostro de la Maltos es el de la mujer que se arroja, en un carro tirado por dos grifos, hacia el centro de un volcán en llamas. Los vecinos dijeron que fue así como La Maltos escapó de quienes la buscaban: se subió al carruaje dibujado en la pared y huyó hacia una dimensión insospechada.
Ahora el edificio es, durante el día, una fachada en ruinas que alberga un estacionamiento; pero algunas noches, cuando la luz del sol se queda prisionera en los charcos que dejó la lluvia, el lugar se convierte en un calidoscopio y en los muros se despliega una historia que se hace y se deshace. Entonces puede verse cómo se derriten los rostros de los militares y los gobernantes; cómo se hacen polvo las estatuas y el cuerpo de jóvenes mujeres que se incendian; los rasgos deformados de los que mueren por efecto de venenos; ciudades infestadas de trampas en donde cada casa es una ratonera o una cárcel. En el centro del muro norte de la estancia, una mujer se sube a un carro tirado por dos grifos y emprende un viaje fatal hacia las fauces de un dragón que se la traga, el dragón es una casa en ruinas con los muros pintados y ella queda otra vez como una línea de carbón sobre el estuco.

lunes, 15 de octubre de 2007

Dionisos

Los ojos de Abraxas, casi rozándome la cara, buscaban quizá
algún vestigio de su ya muy lejana cordura... La muerte y el éxtasis
llegaron en el instante en que nuestros ojos se abrieron.
Jorge Mirabal

Me quema las manos el espejo negro, la piedra que humea con olor a ceniza y azufre. La piedra pulida refleja los trescientos sesenta y cinco nombres de Dios. El reverso está grabado con una imagen, terrorífica, de Cronos que devora niños y los que convierte en heces, lodo, en un limo verdoso del que crecen plantas y animales extraños: bípedos implumes y lampiños; jorobados que ocultan sus defectos con un trono; macrocéfalos cubiertos con birretes. El espejo me quema y me da vértigo, es como un túnel, un abismo poderoso que me arrastra. Debe ser la resaca y el tufo del vómito que sigue a la embriaguez, el caso es que sólo veo serpientes, dragones, sombras de piel viscosa y purulenta. A mi derredor hay ruinas, estatuas sin cabeza, cuerpos mutilados, sangre. Ríos de saliva humedecen mi piel y la tierra y las piedras. Hay lava también, que se apaga y petrifica al contacto con lenguas invisibles.
Doy unos pasos por esta sementera putrefacta y agónica. Intento recordar la lascivia de ayer, los cuerpos enlazados rodando sobre el césped, los humores que, mezclados, forman esta baba que lo moja todo. Yo soy Dionisos y en el clímax de la noche orgiástica recibí mi herencia, una marca de fuego sobre el pecho, la cicatriz de una palabra que es mi otro nombre, mi verdadero nombre: caos, oscuridad, enigma, Abraxas. Espero pues una señal, en medio de la noche; en el lodo germinal y maloliente. Soy, también, Apolo, el perfumado de luz, el que organiza el camino de los astros, el que revierte la digestión de Cronos para transformar el lodo fecal en los hijos del tiempo. Soy Dionisos y Apolo: soy Abraxas; el de los dos sexos, el gemelo de Jano. Duermo en el lodo, entre las ruinas, en el páramo fétido y sangrante, en este caos, porque éste, es el paraíso.

sábado, 13 de octubre de 2007

La memoria y el olvido

Encontré un libro que relata la historia de una ciudad que ya no existe y cuyos límites eran el viento y el desierto. Se fundó por azar sobre un campo cubierto con las cenizas de una guerra y a la margen del río. Al principio era casi una ciudad fantasma; sus habitantes, de paso, entraban y salían de la ciudad. Durante los primeros cien años de existencia, la población cambió totalmente varias veces, entre generación y generación no había vínculos. Cuando la ciudad cumplió cien años de fundada se reunieron autoridades y notables, discutieron los problemas que generaba lo efímero y mudable. Pensaron que eran necesarios una bandera y un escudo, una historia, algunas leyendas, muchos monumentos. Todo esto con la finalidad de crear una imagen, arraigar a la gente a sus solares, obligarlos a defender los bienes que se acumularon intramuros. Una comisión se dio a la tarea de organizar las cosas: se extendieron muchos certificados de ciudadanía y títulos de propiedad. Se creó el registro civil. Se jerarquizaron los barrios; los más alejados e insalubres para los mendigos y los viajeros recién llegados, los más céntricos y opulentos para los militares, los poderosos, los enriquecidos. Se le pagó a los escribanos y los hombres más viejos para redactar una historia, para que fijaran los días en que la ciudad, de fiesta, recordaría un hecho cívico importante, o de luto, la pérdida de un héroe en una batalla inexistente. Al final, contrataron artesanos para que levantaran estatuas en jardines, frontispicios, en cualquier lugar que permitiera la existencia de un pedestal y una figura.
Con el paso del tiempo y el arduo trabajo de la comisión, el protocolo se complicó hasta lo indescifrable. Los aseadores levantaban cada mañana carretadas de confeti, serpentinas, flores secas, hojas de papel en los que se escribieron los discursos. Los campos de cultivo y los talleres permanecían mucho tiempo abandonados porque los trabajadores celebraban alguna fecha memorable, o el nombre ilustre que inventaron los ancianos.
Reunidos nuevamente los notables analizaron los inconvenientes de un protocolo complejo y asfixiante. Discutieron los problemas que surgieron de la pesadez y lo inmutable. Decidieron entonces crear la semana de la libertad, una especie de carnaval, ocho días dedicados a la desmemoria; sin homenajes, discursos, himnos ni redobles. Las fiestas tuvieron gran aceptación entre los habitantes, pronto se extendieron hasta cubrir un mes entero. Durante ese tiempo se rompían banderas, se mutilaban las estatuas, o se cambiaban de lugar, de tal suerte que ninguna inscripción en los pedestales correspondía con la estatua sostenida. La semana de la libertad se convirtió en un mes y en un bimestre. La gente se dedicó a reinventar la historia, hasta tal punto que se perdió el arraigo. La ciudad en ruinas quedó sepultada bajo todos los caminos que la cruzan.

martes, 9 de octubre de 2007

Nada

Las hormigas evitan los obstáculos del piso, buscan los caminos, se detienen un momento ante las grietas, desandan las rutas, trazan una escritura sobre el polvo. Así tejemos una red de pasos indecisos en marcha inevitable hacia la fosa que aguarda con paciencia nuestro arribo. Mientras tanto inventamos una realidad de humo, construimos nuestra casa y las ciudades, ponemos un reloj sobre la mesa. Un tigre duerme a los pies de la cama para llevar la cuenta de las noches con sus rayas. En los cajones de un armario guardamos un dragón y una serpiente, una hogaza de pan, la fotografía de alguien que olvidamos. El viento borra los signos de la arena, desarma los libros para construir nuevos textos con las hojas. Toda vida es un relato que se mueve al azar y se enreda con el poder y el deseo, con la ausencia. El único motivo de los textos es el vacío. Te escribo desde este patio porque no estás, eres una presencia de nada que se siente. Lo anterior me hace pensar que el primer hombre fueron dos y eran gemelos: uno fue Adán, el otro Nada, éste un ser sin forma, sin tiempo y sin deseo. Por eso nos movemos entre dos ausencias, la de una manzana y la de nosotros mismos. Nos gustan los espejos, el mar, la noche, los misterios, porque sabemos de alguna manera que estaremos completos hasta encontrar a Nada. Sabemos también, y esto nos duele, que Nada fue creado a la imagen de Dios y no nosotros.

domingo, 7 de octubre de 2007

Bestiario Minimo

I: Introducción
Como parte de los informes requeridos por la corona, para contar con un archivo de datos acerca de los recursos naturales de las tierras conquistadas o colonizadas, se elaboró, entre otras cosas, un documento sobre la fauna habitante en las cercanías del mineral del cerro de San Pedro y en general de todo animal e insecto encontrado en el Tunal Grande. De esta zoología se escribieron dos copias; una se anexó al resto de los reportes y fue remitida al Virrey para que éste la hiciera llegar a su destino final en España. El otro legajo, constituido por ciento cuarenta y ocho folios, se encuadernó con cuidado y se conservó en la Capitanía para su consulta. De ahí pasó al archivo del Ayuntamiento en donde se utilizó con frecuencia por frailes, curanderos y estudiosos de las ciencias naturales, todos ellos le agregaron notas al margen y textos sueltos en los que daban cuenta de nuevas especies y de los rasgos o características de las ya conocidas. El libro se guardó con el título de: "Relación de los animales de toda laya que vuelan, corren o se arrastran en tierras Chichimecas". El manuscrito se perdió entre papeles conforme fueron menos frecuentes las consultas, por otro lado, el archivo municipal atravesó dificultades como incendios, inundaciones y saqueos, que produjeron merma en su acervo y desorden en su clasificación. El catálogo de referencia apareció en uno de los atados que se apilaban en la bodega municipal, lo tuve en mis manos cuando en 1981 se ordenó el envío de todos los documentos al Archivo Histórico del Estado. Llamó tanto mi atención que perdí mucho tiempo en leerlo.
En él descubrí varias criaturas hoy extintas, insectos extraordinarios, mamíferos pequeños de rara conducta, animales de gran tamaño que un día trotaron por el valle. Tomé algunas notas que hoy transcribo, otros datos los guardé en la memoria, de manera que la descripción que ofrezco puede estar distorsionada por el paso del tiempo. En lo que sigue expongo la versión más fiel posible de aquellos bichos que consideré sorprendentes y de los que puedo dar una referencia más o menos clara e inteligible. El manuscrito fue vuelto a liar en una paca junto con actas de nacimiento y defunción, así como legajos de trámites administrativos; después se apiló en una camioneta de carga y se trasladó a las bodegas del Archivo Histórico en donde espera a ser descubierto nuevamente.

2: Escarabajo sol
Un escarabajo negro, de ocho centímetros de largo por cuatro o cinco de ancho, habita en los matorrales que constituyen un lindero natural para el desierto. Es un animal provisto de caparazón duro y mandíbulas poderosas con las que rompe la vaina de las semillas de los arbustos en que vive. Su concha está dividida en dos segmentos que al abrirse liberan unas alas bellísimas de color azul metálico, el abdomen es también azul y está anillado con dos franjas amarillas y brillantes. Los naturales se refieren a este insecto con un vocablo que significa sol o solecito; el nombre obedece al hecho de que, tal vez, el animalito está emparentado con las luciérnagas. En su época de celo, que coincide con el mes de octubre, el escarabajo emprende un vuelo por encima de las copas de los árboles, su abdomen se enciende con una luz azul intensa y traza figuras caprichosas sobre el pizarrón de sombras. Su danza de amor tiene lugar varias horas después de que nació la noche. La luz y el movimiento atraen a la hembra con su belleza hipnótica, pero si ésta no aparece en el momento preciso, la luz azul se torna amarilla, después roja y el animal se muere consumido en una llamarada. Es delicioso ver en las noches claras de octubre, hacia el norte de la ciudad, por donde nacen los caminos de arena, el cielo salpicado de focos azules que se mueven y de vez en cuando, una luz que se transforma en sol nocturno y en el cuerpo calcinado de un escarabajo. Los niños del lugar se entretienen detectando a las hembras durante el día para ocultarlas, sólo por ver el estallido de un sol en las tinieblas.

3: Garza de agua
Según las creencias de los habitantes del desierto, los animales se clasifican de acuerdo con los cuatro puntos cardinales, o los cuatro colores, o los elementos. Sin embargo su orden no deja de ser curioso y arbitrario pues las bestias de tierra no son las que en ella viven, ni las de agua son los peces o los habitantes del mar y de los ríos, tampoco son las salamandras las únicas huéspedes del fuego. Nos explican los viejos de las tribus que hay aves de tierra y agua, de la misma manera hay peces de aire o fuego. Se reporta una garza de agua en el desierto: patas largas, hábil voladora, ojos color de arena, su plumaje es verde como los charcos lamosos del verano, unas plumas blancas y muy suaves le cubren la línea de la quilla. Este pájaro vive en parvadas, anida en los troncos caídos de los árboles y en los huecos en que abandonan las serpientes, se alimenta de los pequeños lagartos que viven en las dunas cazándolos con un clavado sobre los montículos de arena como si fueran olas. Su enemigo natural es la tormenta, el trueno las asusta al grado de inmovilizarlas y quedar así al alcance inevitable de los gatos silvestres, los coyotes y demás predadores de los llanos. Sin embargo, se llevan bien con las víboras a las que incluso ayudan a empollar sus huevos. Dicen las madres más expertas que la molleja de estas garzas, ingerida en trozos muy pequeños, es buena para curar a los niños del espanto. Se pueden ver volar en el ocaso, en formación y con el sol de cola, como si emprendieran un viaje sin regreso hacia la noche.

4: Mariposa de la locura
Los animales ponzoñosos no escasean en esta región, los hay de todos tipos: víboras, arácnidos, gusanos, escorpiones, batracios, bichos a los que usualmente se les teme por la peligrosidad de su picadura. Me sorprendió sin embargo, la descripción de una mariposa portadora de un veneno de acción tan extraña como mortal. La falena es un animal de tamaño regular para su especie, blanca como la nieve, con tres pares de patas blancas, antenas también blancas en forma de hoja de helecho. La única nota de color la dan sus ojos: manchitas de sangre que interrumpen la necedad del blanco. En las tardes de marzo, se ve a estas mariposas que vuelan en círculos alrededor de los charcos. También se acercan, a riesgo de morir quemadas, a las llamas de los cirios, las hogueras, las antorchas. Empiezan a salir cuando se oculta el sol. Es en general un insecto inofensivo que sirve de alimento a las aves y a las arañas que logran atraparlos con sus hilos. Se alimenta de una cactácea muy espinosa que produce una flor efímera, grande y llamativa. La mariposa introduce un filamento puntiagudo que guarda enrollado en la parte ventral de su cabeza, penetra con él la piel del cacto y liba el líquido que corre por la nervadura. El veneno debe tener su origen en esa planta, la falena sólo es intermediaria o portadora. Es probable que se trate de un alcalino que actúa sobre el tejido neuronal humano y que aumenta su toxicidad durante el tiempo de vida de la flor, que es de unas cuantas horas. El caso es que las personas atacadas no alcanzan a diferenciar el piquete con respecto al del mosquito común. El sujeto envenenado se rasca un poco, se pone algo de saliva sobre la piel enrojecida y la molestia desaparece. No es hasta unas semanas después que los síntomas se hacen evidentes: inicia con una pérdida progresiva de memoria, ésta se suple con la fabulación y el delirio; la percepción de la realidad se distorsiona; el sujeto emprende una hiperactividad que se intensifica hasta la manía; se pierde el apetito. Un picado por la mariposa se lanza a toda clase de aventuras, en especial aquellas que apoyan sus delirios. Quienes no conocen el animal ni la acción de su veneno, toman frecuentemente a los afectados por líderes o santos, por lo menos hasta que sus alteraciones los llevan a conductas raras o violentas. La locura que sucede al piquete puede pasar desapercibida durante mucho tiempo. La causa de la muerte suele ser el asesinato, el suicidio, o el infarto si el corazón es débil; si se evaden estos peligros, el veneno mata por asfixia, en medio de un ataque de espasmos, cuando en su delirio final los intoxicados se afanan en detener el tiempo. Otra particularidad de la mariposa es que se transforma en arena durante el último minuto del verano

5: Ratas guerreras
Los naturales de estas tierras inhóspitas se hacen acompañar durante sus caminatas, por un mamífero, roedor, una especie de rata de campo grande, de pelo gris e hirsuto en el que continuamente se prenden los cardos y las hojas secas de los llanos. Tratan al animal de la misma forma que nosotros prodigamos cuidados a los perros. Sin embargo, no es posible pensar en que sea doméstico, se trata más bien de una asociación conveniente y simbiótica. El medio natural de la mascota es el terreno agreste de matas espinosas, de preferencia aquel que se extiende por las faldas de los cerros. Se aparean en invierno, en cubiles que excavan para depositar sus críos, cuidarlos y protegerlos de sus enemigos: el halcón y el coyote. Son excelentes cazadoras de ardillas, lagartijas, iguanas y hasta llegan a sorprender a las aves pequeñas que imprudentes se paran a su alcance. Son de vida corta pues se matan entre ellas en un acto instintivo que tiene que ver, tal vez, con el control de la población; el espectáculo de sus guerras es abominable pues supera los niveles de crueldad y fiereza que puedan imaginarse. De cómo se inició la convivencia entre el roedor y el hombre no se tienen indicios, es posible que el animal empezara por seguir a los cazadores en busca de los deshechos y sobrantes de comida, como es de apariencia agradable y conducta pacífica, no le fue difícil a los hombres aceptarlo como compañía, además alerta sobre la presencia de probables agresores y, en caso extremo, puede servir él mismo de alimento. Se utiliza también su pelo para tejer las cuerdas de los arcos y su piel para confeccionar zapatos. La posibilidad de supervivencia del animal guerrero es muy baja pues además del suicidio en masa que representan sus sangrientas luchas, son fácil blanco de sus predadores en septiembre, cuando mudan de pelo y son localizables por el color de su piel, de un rojo intenso.

6: Hormigas
Siete kilómetros al sur del cerro de las minas hay otro cerro, en su interior deben existir corrientes o depósitos de agua porque su vegetación es inusual en esta zona. La parte más baja del montículo es arenosa pero conforme se asciende, el paisaje se transforma y da lugar a diversas coloraciones de la tierra, desde la rojiza hasta la negra saturada de humus. Las plantas que empiezan por ser varejudas de hoja pequeña y quebradiza acaban substituidas, en la cima, por matas de hoja grande y tallos carnosos. El lugar se conoce como el Cerro de las Hormigas; ahí es posible detectar más de un centenar de variedades diferentes de este insecto.
En las faldas se encuentra la hormiga roja común, con sus características construcciones en forma de volcán. Más arriba se pueden encontrar muchas familias que varían en color y tamaño, desde las casi microscópicas negritas que infestan todo el lugar, hasta las gigantes de cabeza negra y abdomen amarillo que ocupan la corona de la cima. A pesar de tanta hormiga diferente cada especie controla su terreno pues sus soldados se encargan de mantener, precisos, los límites de sus fronteras. No son raras las batallas entre especies cuando por causas naturales se altera la disposición del terreno, en esas ocasiones el cielo se tachona de reinas voladoras, azules, negras, amarillas, rojo sangre, que no vuelven a bajar hasta que el suelo se tapiza de cadáveres, de esta manera se mantiene un control ecológico sobre el número de individuos y de especies. Otra forma de control son los incendios que florecen en agosto.
Existe una hormiga que los naturales buscan con esmero pues se le atribuyen poderes especiales, es una hormiga azul de medio centímetro de largo, de difícil acceso porque vive en cuevas profundas y en grietas ocultas en el cerro. Las reinas de esta especie son ligeramente más grandes, aladas, cabeza y tórax azules y abdomen blanco. La vida y costumbres de este insecto son como las de cualquier hormiga con sus larvas, obreras, soldados, sus nidos formados por cámaras conectadas con canales que forman un laberinto bajo tierra. Cada nueve años más o menos, se reproduce un número extraordinario de reinas, del doble del tamaño normal. Cuando maduran estas reinas gigantes, matan a todos los individuos de su nido y después se ponen a producir una gran cantidad de huevos con los que darán lugar a una nueva generación de hormigas azules.
Tal vez la gran fertilidad de las gigantes azules, o su fuerza guerrera, o cierto alcalino neurotrópico que se almacena en su abdomen, genera la creencia de que el insecto es un regalo de los dioses. El caso es que los naturales, cada nueve años, organizan expediciones para cazar a las reinas de la hormiga azul; cuando las atrapan separan el abdomen del resto, cabeza y tórax son secados e introducidos en saquitos de piel teñida de azul, que después portan atados a sus cinturones, a manera de amuleto. El abdomen es ingerido crudo, se dice que un gramo basta para producir varias horas de contacto con los dioses y demonios; el que lo ingiere danza y habla al viento durante un día y una noche, después, como secuela, aumenta su virilidad y su fuerza en el combate, será capaz, si sobrevive a las alucinaciones, de engendrar cien hijos y matar a cien enemigos. El científico Fray José de Calderón afirma que la hormiga es venenosa, introduce la baba del demonio en quien la come, él dice que el insecto hincha su abdomen con la secreción de las estalactitas más profundas de las minas y que no es otra cosa que la sangre del diablo, que corre siempre junto a los veneros de metales preciosos.

7: Intermedio
A propósito de hormigas, mientras escribo esto, una fila de ellas serpentea sobre el piso del patio, parece salir de una ranura que se dibuja en la parte inferior del muro. La procesión marcha pegada al ángulo que forman la pared y el suelo, recorre varios metros, llega al escalón de acceso a la cocina y, después de vencer varios obstáculos, trepa por la pata de la mesa hasta llegar a un plato que contiene un trozo de biznaga. La miel del dulce atrae a los insectos que lo cubren con sus diminutos cuerpos negros al grado de ocultar el color dorado de la golosina. Otras hormigas, en el patio, se desprenden del grupo, arrastran el cadáver de un grillo. Describo esta escena, que nada tiene que ver con el documento que transcribo, porque las hormigas, sus sociedades y conducta son una metáfora común de los grupos humanos, como ellas, nos sentimos atraídos por la miel y los cadáveres. A partir de la imagen de una hormiga atrapada y muerta en el líquido denso de la miel, podemos desprender toda una teoría de los deseos y de las trampas. El objeto del deseo nos llama para robarnos la vida en una tumba de azúcar, así, se produce una paradoja en la que un impulso vital nos conduce hacia la muerte. El paraíso es un disfraz con el que cubrimos los cementerios. Lo que sí leí en la relación es acerca de una tesis que pretendía explicar la indisoluble liga entre la biznaga y las hormigas, el por qué éstas ofrendan su vida al fruto que es imagen del sol y de la luz, pero que es un voraz devorador de insectos con su lengua pastosa de melaza. La biznaga es el fruto dorado que promete la satisfacción de todos los deseos y también es una cárcel y una tumba. En el fondo la biznaga es el símbolo de la tierra prometida, la fosa inevitable que aguarda el momento final de las hormigas.

8: Polilla
La Relación de Animales es un documento que no parece tener la antigüedad que se desprende de sus páginas, la razón es que éste y otro libro que narraba los mitos cósmicos de los guachichiles fueron atacados por una rara variedad de polilla, por una especie de araña color sepia, que empezaba a devorar el papel por donde lo tocó la tinta y acaba por convertir los pliegos en una fina capa de polvo del color de la arena. Por esta razón se tuvieron que hacer muchas copias para conservarlos. El arácnido no probó jamás otros legajos, sólo estos dos, los atacaba una y otra vez a pesar de todos los cuidados del bibliotecario.
El cuidador del archivo municipal, el que fungía en 1981, me dijo que una vieja curandera iba cada mes a recoger con cuidado el polvo y los cuerpos secos de las polillas para mezclarlos con miel y el jugo de una flor efímera; el jarabe resultante era un remedio eficaz para curar el mal de amores o para inducir olvido en quien sufre por sus recuerdos. También me dijo que no creía en la veracidad de los documentos pues con tantas copias fueron deformados hasta convertirlos en un puro ejercicio de la mentira y la fábula.
Lo que sí recuerdo es que cuando tuve en mis manos la Relación, mi piel se cubrió de polvo y maté a dos o tres insectos cafés y pequeñitos que corrían sobre mi brazo. Después de ese día, siento a veces que construyo una torre grande con todo lo que tengo en la memoria y luego un ejército de arañas la reduce a polvo y vuelvo a empezar, otra vez, a edificarla.

9: Cangrejos del desierto
En el lugar donde se torna más inhóspito el desierto, donde no crecen los nopales ni los cactos, y los vientos tallan un paisaje nuevo cada hora, se han encontrado restos de un animal desconocido. Al principio se creyó que se trataba de cristales o de placas calcáreas formadas a partir de la arena, pero en la medida que se acumularon piezas pudo reconstruirse lo que parece el cascarón de un crustáceo, la concha dorsal es de color pajizo, brillante de tal modo que contra la luz del sol parece una pepita de oro, esta característica atrajo muchos aventureros que pensaron enriquecerse y sólo encontraron la sed, el calor y a veces la muerte. La parte ventral es azul y está dividida en secciones como la de una tortuga. Presenta cuatro pares de orificios en los costados en los que se articulan unas patas largas y finas. El animal es probablemente ciego pues las cavidades frontales, que debieran albergar los ojos, están cubiertos con una película opaca con la consistencia de hueso. De este espécimen se cuenta con caparazones reconstruidos casi totalmente, con algunos fragmentos tubulares que deben ser parte de las patas, filamentos flexibles que, se supone, le pertenecen, pero que no han podido articularse de manera convincente a su estructura. La mayoría de las personas que saben de su existencia creen que se trata de un cangrejo que fue aislado del mar cuando las aguas del diluvio volvieron a su sitio. Sin embargo, no se han visto restos que se asemejen, ni remotamente, a una tenaza. Algunos, los menos, piensan que se trata de una migala, una araña que desarrolló la concha como protector biológico contra el extremoso clima del desierto. La verdad es que nunca se ha visto a un ejemplar vivo, todo lo que se sabe de él es por sus restos, que cada cual interpreta y reconstruye a su manera. Es posible que las conchas, los filamentos, los tubos calizos, las pequeñas esferas de cartílago, o de hueso, sean los signos que dan lugar a toda una zoología fantástica del desierto. Quien esto escribe vio caparazones de este crustáceo colgados en los techos y las puertas de las chozas para dar voz al viento. El sonido que producen las conchas, cuando chocan, es como el rumor de la arena que se mueve, como el grito de una piedra que se rompe, los indígenas piensan que el Creador de todas las cosas, el dios del viento y el venado, habla por medio de las conchas y en cada tribu hay un intérprete, generalmente un hombre ciego, que traduce los enigmas que arrastra el aire del desierto.


10: Gato
No puede faltar un felino en el catálogo, la naturaleza de los gatos y sus hábitos de vida tienen la virtud de liberar la fantasía, de dar pie para toda clase de historias, interpretaciones y conjeturas. Los nativos reportan una bestia, de la familia de los félidos, de origen divino pues nació de un ayuntamiento ilícito de hermanos: el sol y la luna. Es un animal de fuego, predador irrefrenable, capaz de mimetizarse con tal perfección que logra ser imperceptible aún para la mirada más aguda. Este gato tiene la mitad del tamaño y peso del asiático, de incisivos más largos en proporción y de garras igual de poderosas. Como su hermano de Sumatra es de hábitos nocturnos, sólo que prefiere las cálidas arenas del desierto a la tierra fangosa de los ríos, a los que se acerca nada más para saciar su sed. Muchos lo consideran un animal fantástico, creen que se trata de un disfraz que adopta el dios de la guerra, condenado a vagar en el desierto, castigado por haberse rebelado contra el Sol. El Sol lo derrotó pero no quiso matarlo porque lo amaba, lo desterró a las sombras, a vivir en el árido laberinto sin paredes. El animal que vive en el desierto no es un felino de carne y hueso sino la esencia misma del tigre, incorpórea y sutil, por eso puede adoptar cualquier apariencia, desde la de un gato doméstico hasta la imponente del tigre de Siberia. Puede incluso asumir otra imagen como la de una oruga, una mariposa, o la de una flor que se abre para tocar la lluvia. Afirman los chamanes más serios que tal gato no existe, es, únicamente, la imagen proyectada de nuestros propios temores y crueldades, es un nahual, el destello del iris en la noche, el frío de las espadas, un rayo de luna que se filtra en los zarzales.

11: Cecilia
En las inmediaciones del Río Verde habita una serpiente ciega, su piel es de color cobre con gruesas líneas amarillas a los lados. En realidad es un anfibio, anida en galerías que excava en la tierra lodosa de las márgenes del río. A pesar de su aspecto no es una rareza, se han visto variedades en zonas húmedas y tropicales, es un cecílido descrito por los zoólogos como un ápodo anfibio que puede tener desde diez centímetros hasta poco más de un metro de largo. Es un animal sordo y ciego pero sensible a las vibraciones de la tierra. Lanza un filamento, una lengüeta con la que reconoce su alimento, consistente en animales muy pequeños como lombrices, arañas y hormigas. Es un bicho al mismo tiempo primitivo y degenerado por el hecho de vivir bajo la tierra. Lo peculiar en él es su ambigüedad, no es una serpiente aunque lo parezca, ni una lombriz ni un pez. Los habitantes de la zona creen que se trata de un animal indeterminado, de una especie de larva que puede convertirse en ave, víbora, pájaro o insecto, según ciertos designios marcados por los dioses de la naturaleza Lo cierto es que la cecilia está condenada a vivir en el lodo y ser presa de los rapaces acuáticos, terrestres o aéreos. Estos ápodos pertenecen a esa clase de animales sugerentes y extraños que el lenguaje transforma en metáfora como el ajolote, la salamandra y el tritón, son animales que parecen haber aparecido por la condensación y el desplazamiento de las características de otros animales. Se reporta que resulta difícil obtener un ejemplar, está casi extinto porque los magos y curanderos lo usan para complementar, con su piel o con su carne seca, toda clase de amuletos y pócimas que sirven lo mismo para inducir la locura que para protegerse de ella, también para envenenar al enemigo o para curar algunos males de la piel y del oído.

12: Araña
Aquí también se le tiene miedo a las arañas. Me hubiera gustado que el Génesis contuviera unas líneas sobre el origen misterioso de la araña, sobre todo porque es el más impresionante de los animales míticos. Se puede encontrar casi en cualquier parte, su apariencia se ha vuelto familiar a fuerza de repetirse y a pesar de su estructura física que es totalmente inverosímil. Su historia tiene que ver con tejedoras y la amenaza de Némesis que acecha la soberbia y el exceso. El libro de la ciencia nueva no la menciona, pero hace notar su acción de trampa y de mortaja. La araña es símbolo de la paciencia, de la mente que aguarda la caída fatal de su víctima en las redes. Es, como Dédalo, constructora de laberintos. En este último sentido es también metáfora de la política y la civilización, complementa a Babel, por su carácter de trampa, por su tenaz construcción de redes que acaban por convertirse en cementerio. La belleza de plata de la tela que refulge en la noche es, en realidad, el filo de un cuchillo sediento. A la araña le temen el dragón, el centauro, los duendes, los unicornios. Hasta la propia Medusa, con su rostro terrible, siente un miedo cerval hacia los hilos que tejen poco a poco las arañas que habitan dentro de nosotros mismos, porque los arácnidos no existen, son imágenes proyectadas de nuestros propios sueños y nuestra memoria, por eso les tememos, aún sin conocerlas.

13: Sin nombre
Nadie la nombra, sólo se refieren a ella con apodos. Es un animal que nadie ha visto, pero todos confirman su existencia. Es de la familia del nahual pues adopta la forma que desea. Se dice que su apariencia preferida es la de la víbora porque le permite ocultarse fácilmente. Sin embargo, es posible verla disfrazada de coyote, ardilla, pájaro negro, también como una mariposa nocturna con ojos pintados en las alas. Es una bestia de la buena suerte a pesar de los misterios que le inventan y del temor que despierta en quienes se topan con ella de improviso. Su carne, seca y molida, mezclada con el agua, es un buen antídoto contra la locura y sirve, también, para aguzar la vista y descubrir las ciudades efímeras que crecen por la noche entre las dunas. Pronunciar su nombre puede ser mortal, por eso la gente siempre carga una pomada hecha con aceite y la ceniza de un arbusto extraño que crece entre las peñas, para untarla en sus labios si la inconsciencia o el descuido los hacen proferir el nombre. Ella concede toda clase de dones a quien la respeta y le guarda con cuidado sus secretos, de lo contrario, una cruz de ceniza sobre los labios es lo único que puede conjurar la ira de la bestia que enfurece, cuando alguien tiene la soberbia de nombrarlo.

14: Fauna doméstica
En las casas habitan las bestias más extrañas: las devoradoras de tiempo, las que construyen ciudades en la despensa o debajo de la cama, las que viven en el polvo que acumulan las estancias, las que carcomen el azogue, las que pueblan el jardín y las macetas. Se puede redactar un grueso volumen de zoología nada más con los bichos domésticos, clasificándolos por orden alfabético o por su forma, su color, sus hábitos de vida. También es posible ordenarlos al azar o seguir la pista de sus extravagancias. Algunos animales prefieren las cocinas y viven a sus anchas en las llamas; otros se asientan en el complejo mecanismo de los relojes de péndulo; los hay fototrópicos, fotofóbicos y fotobióticos; los que transforman su caparazón en un espejo; los que mueren solamente durante la noche más larga del invierno; los que gozan de un silencioso letargo en las bibliotecas; los que anidan en la húmeda oscuridad de las cloacas; los que prefieren el desierto que crece en las alcobas; los que gustan de ver el mar, embotellado, en la vitrina; los que zumban de noche; los que giran en torno a la llama de una vela; los que en octubre enloquecen. Son tantas las rarezas que proseguirlas da lugar a una interminable letanía. Baste con saber que para encontrar los seres más fantásticos no es necesario salir de casa.
El redactor de la Relación clasifica la fauna en tres grandes capítulos: el primero con los animales conocidos por todos; el segundo con aquellos que son comunes aquí pero ignorados en el viejo continente; el tercero recoge las bestias que no fueron vistas por el investigador pero que le describieron los naturales, o los indios y españoles que regresaban de alguna expedición.
Es del tercer capítulo que obtuve los informes de los animales arriba mencionados. En él se da cuenta de serpientes aladas; de unos murciélagos gigantes, blancos, que viven en lo más arisco de la sierra y bajan cada trece años a sobrevolar el valle por espacio de una semana durante el solsticio de invierno; de unas arañas grandes y a punto de extinguirse porque sólo copulan en las llamas, durante los incendios comunes en verano; de unas libélulas blancas que emprenden un vuelo vertical por la mañana y se elevan hasta la altura necesaria para transformarse en agua; de un insecto parecido a las cochinillas que rehuye la luz y gusta de habitar en los relojes.

15: Conclusión
Con la idea de obtener más datos y refrescar mi memoria acerca de lo contenido en el documento, fui al Archivo Histórico para indagar sobre el paradero de la Relación. El conserje me remitió a un empleado que me miró sorprendido y me envió con otro y éste con otro, el último de ellos un hombre recluido en la bodega detrás de un pequeño escritorio, él me dijo que muchos papeles se perdieron por la acción de una polilla color tinta que ataca solamente a los folios que contienen mentiras y fabulaciones y deja intactos los legajos que registran datos objetivos de hechos y batallas; por esta razón decidieron no exterminarla ya que era un auxiliar invaluable en el rescate de la verdadera historia y un enemigo voraz de lo subjetivo, lo dudoso y lo mítico. Antes de salir, vi cómo el hombre se rascaba la piel del cuello, ahí se le veía un enrojecimiento, un piquete producido por una mariposa nocturna, blanca como la nieve y ojos como la sangre, que voló y fue a posarse sobre la flor roja de un cacto que se oreaba en la ventana.

sábado, 6 de octubre de 2007

Las piedras cuentan el silbo de los años, la historia de los viejos guerreros, el eco de inútiles batallas. Narran la vida fugaz de una guirnalda o un delirio y cómo se pudren las estatuas. Hablan de los pasos silenciosos del coyote, del orín con que se cubren las espadas, del sueño de los muertos. Cada piedra guarda un trozo de memoria, algunas voces, fragmentos de una canción anónima y el susurro del viento.
Existe una piedra en especial que rodó mucho tiempo hasta quedar oculta en los cimientos del Palacio de Gobierno. En ella se guarda la locura del rey y del profeta, en ella está la sangre y el veneno. Quien la escucha en octubre cuando la luna sale, irremediablemente muere con las señas de la asfixia sobre el rostro.

martes, 2 de octubre de 2007

El barco negro

La leyenda del barco se perdió muy pronto en el olvido por ser de suyo inverosímil. Sin embargo, algunos datos afirman que esta ciudad, lejana al mar, será destruida por un barco. La señora que hace la limpieza de la casa cada miércoles dice que su abuela escuchó, de su abuela, el temor que los indios le tienen a esas máquinas capaces de parir hombres blancos y caballos sobre la playa. Los tlaxcaltecas que vinieron con los primeros españoles a poblar estas tierras cercanas al cerro de San Pedro, trajeron consigo la creencia de que existe un buque negro, un galeón pesado e imponente que puede surcar el mar, moverse sobre arena o hundir su quilla en el lomo del viento; este barco, sin tripulación y sin vigía, recorre el mundo levantando las almas de los muertos.
En una crónica se cuenta que en las noches de luna nueva, por el cielo del sur, desciende una nave negra de la que baja un ejército de sombras a envenenar el aire y hacer más grande la extensión del desierto. Las sombras recorren todos los callejones, sus lamentos se escuchan entre sueños, dejan una mancha roja sobre el cuerpo de los niños que nacieron al declinar el día, después se van, antes de que la niebla se levante, abordan de nueva cuenta su navío y levan anclas. La crónica desde luego es falsa pero algunas noches, en septiembre, no se pueden dormir los perros ni los niños lactantes, se oye el crujir de los cordajes y los mástiles. En esas noches, por el rumbo del parque Tangamanga todo es más oscuro, como si la luz de la luna se eclipsara con la silueta de un barco que desciende.

sábado, 29 de septiembre de 2007

Solovino

Me gusta imaginar libremente mientras escribo, el problema es que divago, desvarío a veces. Se me van las palabras en corriente como un caudal que fluye interminable. Cuesta trabajo redondear la anécdota y no caer en sin sentidos. Creo que no existe una anécdota redonda, cada historia es parte de otra historia más grande. Es preciso sin embargo, no poner palabras inútiles, asentar sólo aquellas que encajan ajustadas como en un rompecabezas. Pero volviendo a la historia, batallo mucho para precisar sus límites y no sólo eso, también se me dificulta encontrar la que resulte de verdad importante, la que debe ser contada. Hay muchas historias: las que rescatan mitos, las que desgarran los velos de una realidad que se escabulle. Pero es posible que se requieran unos ojos especiales para detectar esos temas, esas tramas fascinantes. Me conformo con sentir el placer de garrapatear palabras en una hoja blanca. Mientras el papel se llena de grafismos, como esos muros a espaldas de la estación del ferrocarril, me dedico a ver cómo pasa el tiempo y los transeúntes.
Desde la vidriera se ve la plazoleta y me divierte ver a los globeros luchando por sostener su mercancía contra los reclamos del aire; a las palomas; a la gente que camina; a los aseadores de calzado. Pero es imposible, ahí, detectar una historia. Parece todo tan rutinario, tan vacío. Me entretiene mirar hacia los pies de los paseantes, observar sus zapatos, calcular el ritmo de sus pasos, adivinar el rostro y el estado de ánimo a través de los pasos. Puedo inventar personajes, transformar la placita en un universo mágico en donde las tramas se crucen, las situaciones emotivas se superpongan y se mezclen.
Sigo sin contar algo importante. Mientras tanto, un perro husmea desde hace un rato en la plaza, escudriñó todos los rincones y metió las narices en todos los lugares: a la orilla del prado, bajo las bancas, al pie de los postes. Es un perro común y corriente, de pelambre amarilla, de orejas largas y caídas, ojos color miel, las patas delanteras con un poco de blanco, como si trajera unos guantes percudidos. En algunas zonas del cuerpo muestra ronchas enrojecidas, producto de la sarna o alguna infección en una herida vieja. Terminó su recorrido, según parece, y Solovino escogió un pedazo de banqueta, soleado, para reposar sus huesos y poner a orear sus ronchas. Dio varias vueltas antes de doblar sus patas traseras en un ritual minucioso, como si la posición final fuera de suma importancia para conciliar el sueño. Arrojó una mirada despectiva a su derredor y colocando el hocico sobre sus patas delanteras cerró los ojos y dejó que lo acariciaran el sol y las moscas.
Qué lejos está este perro adormilado de aquellos canes que pasaron a la historia por sus hazañas, qué lejos de Argos por ejemplo. Por asociación empiezo a recordar otros lebreles, como aquel collie diminuto al que hacíamos correr. Recuerdo un perro peludo, pequeñito, que ladraba por horas, histérico e irritable, cuya dueña, una novia que tuve, hablaba hasta por los codos con una voz chillante. Ella, mi exnovia, era blanca como la leche y gustaba de ponerse vestidos con un gran escote para después acariciarse los senos, con el pretexto de tapárselos, hasta dejarlos enrojecidos como las ronchas de Solovino que dormita, plácido, en la acera de enfrente. Tuve también una novia morena, hosca y agresiva, a la que dejé de ver porque su perro, un pastor encerrado y maligno, me mordió en la pantorrilla.
El cuaderno se llena y yo sin apresar el hilo de una historia. Es posible que sólo deje salir unas cuantas ideas para que se oreen al sol también y se recompongan en una historia verdadera. Me imagino a Argos durmiendo en el estiércol, con el anciano porquerizo como único compañero y la idea fija de no morir antes de ver por última vez a su amado dueño. Esa sí es una historia y no la de este pobre canino, anónimo y semimuerto, que se deja, indolente, atropellar a cada rato por los niños y sus triciclos.
El perro abre los ojos y levanta la cabeza. Dirige hacia mí su mirada color miel, casi dulce, como si supiera que él está motivando el que gaste mi tinta en su reposo inútil. Se levanta despacio, estira los huesos para que se le acomoden las coyunturas. Bosteza, se sacude y se dirige después hacia un niño que porta un helado; el niño se asusta y busca de inmediato la protección tras las piernas de su madre. Solovino se da vuelta, ignora el llanto del niño y se acerca al poste próximo, lo huele, lo rodea para observarlo por todos lados y después estampa su marca. Vuelve a explorar el terreno, husmea con la nariz pegada al suelo, una nubecilla de moscas lo sigue posándose, intermitentemente, sobre su lomo. Encuentra un pedazo de chicharrón de harina, lo empuja con el hocico, lo toma con los dientes, lo suelta de nuevo, estornuda irritado por el ácido de la salsa roja que impregna el alimento, lo muerde al fin y lo empuja con la lengua, lo traga casi sin masticarlo. Descubre un papel periódico arrugado y empieza a olerlo cerca de una banca. Un parroquiano mueve de improviso el brazo y el animal interpreta este movimiento como una amenaza, mete el rabo entre las patas y se aleja con la cabeza gacha. El perro regresa al lugar en que dormitó y se echa otra vez para dejar pasar la tarde.
Me decido a transformar esta plaza en un verdadero surtidor de significaciones. El quiosco por ejemplo, es un ágora, un tablado, un escenario y en él se suceden historia tras historia. La de una señora que se instaló en el quiosco el día que ejecutaron a su marido y se quedó a vivir ahí por espacio de treinta años, pidiendo piedad para el ahorcado. La de un par de amantes, sorprendidos en el centro de su coloquio amoroso, que lavaron con sangre la tarima cuando el irascible padre de la dama vació su pistola sobre la pareja que, según él, mancillaba su honor. El quiosco usado de trinchera cuando el pueblo se defendió de los apaches. El lugar se transforma ante mis ojos y tan pronto es un estrado del que surgen ardorosas piezas oratorias, como un refugio que alberga a indefensos ciudadanos perseguidos por la policía con sus garrotes. La banda de música acompaña los pasos de la gente alrededor de la plaza: señoritas con vestidos largos llenos de cintas y encajes, vestidos que ocultan grandes polizones; señoritas de playera y falda corta de mezclilla que coquetean con jóvenes ataviados con trajes de casimir inglés de anchas solapas y sombreros de carrete.
Solovino chilló pues un triciclo magulló su rabo. El perro se movió y fue a echarse bajo la sombra de un arbusto, ahí estaría protegido de otro imprudente ataque de triciclo. Un perrillo faldero de color gris que portaba un collar con estoperoles se acercó a Solovino para olerlo y éste, emitió un débil rugido y peló los dientes para desalentar al intruso, cosa que logró con creces pues el perrito salió corriendo para buscar la protección de su dueña. Los ojos color miel del can sarnoso volvieron a fijarse en mi presencia para después ignorarme como si yo fuera una más de las impertinentes moscas que lo acosan.
Traté de concentrarme en mi texto y recuperar el escenario perdido, en busca de una historia redonda. El aire se hizo más violento conforme avanzó la tarde y agitó las copas de los árboles. Las imágenes que empezaron a fraguarse en mi narración fantástica fueron barridas por el ventarrón de marzo y me dejaron enfrente de una plaza rutinaria, con un quiosco viejo y un perro dolorido que se lamía el rabo con displicencia mientras las moscas le rondaban chupando la sanguaza que salía por sus heridas.
El globero enardeció su lucha contra el aire y los hilos de sus globos se le enredaron en los brazos y en el rostro. En parte por el aire y en parte por sus movimientos desordenados, el sombrero del hombre fue a dar al piso. El globero intentó tomar el sombrero del suelo, pero el viento pretendía no dejarlo en paz y lo empujó un poco hasta dejarlo fuera del alcance de sus manos. El hecho no podía ser más cómico, el hombre detrás de su sombrero mientras hacía esfuerzos por impedir que sus globos escaparan. En su lucha, el vendedor se acercó peligrosamente a los árboles de la plaza y algunos de sus globos explotaron al romperse la tensión del hule, gracias a los arañazos de las ramas sin hojas. El ruido de los globos que estallaron hirió los tímpanos de Solovino que empezó a ladrar y correr imitando, un poco, los grotescos movimientos del globero. El susto del perro fue soberbio, al grado que emprendió una huida de pánico hacia la acera del otro lado de la plaza. Todo fue en un instante: el chirriar de las llantas; el chillido de dolor de Solovino; la sangre que impregnó la calle; la gente que se arremolinó para ver el accidente; la llegada de la policía y del personal de limpieza del ayuntamiento que se llevaron el cuerpo del animal de pelambre amarilla y las moscas que lo siguieron como única comitiva. Unos minutos después la plazoleta recobró su calma dominical, con su banda de música y el rechinar de triciclos. El globero se quedó, luchando contra el viento. Me marché sin encontrar la anécdota redonda, la historia que rescate el mito o que descorra los velos de una realidad oculta.

viernes, 28 de septiembre de 2007

Guardian

Una casa abandonada es un lugar donde la historia forma remolinos, imán de voces, sombra en la que anidan las mentiras y los muertos. Cuatro cuadras al norte de la iglesia está una construcción deshabitada. Los que la han visto no pueden coincidir al describirla porque cambia según el punto de mira del que observa. La casa es un no sitio que sólo puede definirse por ausencias y por ecos, por el quedo murmullo de termitas que le graban un rostro por adentro.
El último habitante de la casa fue un perro, flaco y semiciego, que casi por instinto llegaba todas las tardes a buscar cobijo entre las ruinas. Se le veía venir desde el momento en que las sombras, como dedos, se lanzaban sobre la piel del mundo, cuando los primeros cantos de los grillos tocan a silencio. El chucho, de color pardo sucio, mostraba en las patas, las orejas y el hocico la señal de viejas heridas. Caminaba sin prisa, husmeando aquí y allá, reconocía cada poste, cada árbol, los trozos carcomidos de los muros. Finalmente recorría de lado a lado y varias veces la reja oxidada de la casa, como cerciorándose de que continuaba igual que en la mañana. Después se introducía a lo que fue jardín y hoy un matorral de hierbas crecidas y espinosas, llegaba hasta la puerta en donde iniciaba una inspección general de la casona en ruinas. Rascaba las puertas y ventanas en un llamado inútil, iba a la parte de atrás y regresaba para echarse al pie de la puerta como un centinela adormilado que despertaba ante la presencia de cualquier ruido inusual o extraño.
El perro se transformaba por la noche en el feroz guardián de la construcción abandonada. Cuando algún chiquillo intentaba la aventura de explorarla, el can atacaba pelando los dientes y gruñendo de tal forma que el resultado inevitable era la carrera despavorida del intruso hacia la protección de la calle. Nadie osaba pasar, ni siquiera por la acera del frente de la casa. Por las mañanas, el animal abandonaba su puesto de guardia y se lanzaba entre los callejones en busca de los desperdicios que le servían de alimento. Quien llegó a verlo en el día y lejos de la casa, lo describió como un perro asustadizo que huía con el rabo entre las patas ante la más leve amenaza, no era el fiero vigilante de las ruinas, lo vieron juguetear, revolcarse y dar interminables vueltas hasta quedar mareado y dormirse con las cuatro patas al aire, borracho por el sol y las vueltas.
El porqué de la nocturna conducta del sabueso se explicaba por múltiples rumores, el más creíble es el de que en esa casa vivió su dueño quien lo abandonó cuando tuvo que cambiarse a una casa más chica. Sin embargo, había también decires que lindaban con la leyenda.
El perro murió sobre el tapete deshilachado de la entrada, no se volvieron a escuchar sus gruñidos. Lo más probable es que durmiera en la casa porque le gustaba el tapete, porque en él reconocía sus olores y sus pulgas. Espantaba a los intrusos porque si, por instinto, por la necesidad inútil de saberse guardián. Cuidó por años una casa vacía y murió sobre un tapete viejo. La casa sigue ahí, llena de polvo. Por la noche, a veces, se escucha el eco de un perro ladrándole a las sombras.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

La mosca

Una mosca entra en el cuarto desde la zona de sombra de la sala. Un locutor refiere los hechos más dramáticos con el rostro impasible, su voz, educada y monótona, sale del televisor como una secreción que arrastra accidentes aéreos, bombardeos, secuestros, mutilaciones. Junto a la cama un perrito juega con un zapato de tela al que logra despojar a medias de su cinta. El zumbar de la mosca hace contrapunto con la voz que surge de la televisión. La mosca se mueve alrededor del foco, después se posa un momento sobre el marco de un cuadro y de ahí al espejo, a la bolsa de plástico que cubre un traje en el guardarropa abierto, al cubrecama y, finalmente, se detiene en el piso, como a cuarenta centímetros del perro que mordisquea el tenis. El cachorro dejó el zapato y fija su mirada en la manchita negra de la mosca. El hombre explica los detalles de una tragedia en un lugar lejano, intermitentemente aparecen a cuadro las escenas de cuerpos inertes sobre el suelo y de adolescentes uniformados que portan fusiles y tienen las caras sucias y también inexpresivas, como la del hombre que narra las noticias. Una araña tiende sus hilos con paciencia en el ángulo que forman el techo y la pared norte de la recámara. El perro saltó sobre la mosca con la intención de tragársela pero se fue en blanco, el insecto emprendió el vuelo un instante antes del ataque y fue a pararse en la orilla de una taza que está sobre la cómoda, se pierde en el interior para ir a buscar los restos de café y azúcar que reposan en el fondo.
Un nuevo comentarista habla de toros, de estocadas, del arte de matar a una bestia que embiste inútilmente sobre una tela que sirve para engañarlo y llevar su carrera hacia la nada, o hacia la aguda punta de una espada. Unos ciclistas se esfuerzan por alcanzar la meta. Un boxeador vaticina su triunfo. La mosca vuela ahora en torno de la cabeza del cachorro que le tira mordiscos para atraparla mientras sigue con la cinta del zapato enredada en las patas. El insecto esquiva con habilidad las dentelladas y se para, retador, en la oreja del can, éste se rasca la cabeza con la pata obligando a la mosca a volar hacia la lámpara. La mosca elude también el golpe del periódico enrollado. Se para en la pantalla para simular un gran lunar sobre la frente del periodista. La sección internacional refiere otra guerra, en otro país, y con esto logra convertir ambas, la de aquí y la de allá, en hechos triviales y tribales. Más tarde se entrevista a un escritor y luego al presidente de un país sureño. El cachorro se cansó y dormita con parte de la agujeta sobre el lomo y la mosca que le ronda y a la que trata de espantar con movimientos esporádicos de la cola.
El noticiero finaliza, se anuncia la ganancia de la bolsa y el nuevo precio de los metales. Se ven escenas de cajeras de banco con fajos de billetes en las manos. El zumbido de la mosca se intensifica hasta volverse molesto, sus alas baten desesperadamente para escapar de la trampa; los hilos pegajosos de la telaraña se adhieren a sus patas y su abdomen. En el televisor la luz del estudio se diluye y el locutor queda como una sombra en el centro de la pantalla. Una araña camina por el techo.

lunes, 24 de septiembre de 2007

El remedio

El remedio

La vela dibuja formas caprichosas con las sombras: un florero alargado, el respaldo de una silla que tiembla, la ondulante línea de la cama. Pilar está arrodillada con la vista fija en la puerta del baño, la luz se asoma por la rendija tocando apenas la alfombra. Todo está en silencio a no ser por el murmullo del rezo y el chapotear del agua en la regadera.
Siempre es lo mismo, Miguel sale de la procuraduría después de un día de trabajo policial, llega a su casa a las dos o tres de la mañana, muy borracho, en taxi pues el carro quedó olvidado en las afueras de alguna cantina. Abre la puerta con estrépito e irrumpe en la casa ante el miedo que le sale por los ojos a su esposa. Como si el temblor de Pilar fuera un excitante él empieza a gritar e insultarla para luego, ignorando los reclamos de ella, meterse en el baño y purificar con agua una nueva noche de parranda. Ella mientras tanto, acerca la vela encendida y el frasco con hierbas a la puerta del baño y reza, siguiendo las instrucciones del curandero, con la esperanza de ahuyentar a los demonios que Miguel trae en el cuerpo. El sale del baño y como demostración de desdén hacia las creencias de su esposa, toma la pistola y dispara sobre el improvisado altar ensuciando la recámara con pedazos de cera que Pilar tendrá que recoger al día siguiente con cuidado.
Hoy es la novena noche que se aplica el remedio, si no funciona Pilar está decidida a abandonar a Miguel. Se oye el característico ruido de la llave al cerrarse y el canturreo del marido en el baño. Abre por fin la puerta y se topa con la rutinaria escena: su mujer de rodillas junto a la cama, con sus rezos, la vela al pie de la puerta del baño junto al frasco con hierbas olorosas. Cansado y nada más por no dejar, saca la pistola de su funda y apunta sobre la vela. Esta vez el cirio permanece intacto a pesar de la explosión, deformando la silueta de los objetos con sus sombras. El rostro de Miguel está pálido, como la cera con que Pilar había taponado el cañón de la pistola.

jueves, 20 de septiembre de 2007

El enemigo

El enemigo

Más indiferente que curioso me dejé arrastrar a la consulta con el adivino. Gustavo es un vidente que utiliza un vaso con agua como medio para sus premoniciones. Gustavo, absorto, daba pequeños giros al vaso y contemplaba el líquido transparente al tiempo en que con voz monótona predecía acontecimientos futuros. Un giro más y el agua lanzaba pequeños destellos de colores. El adivino ignoraba todo estímulo que proviniera del ambiente, sólo atendía al vaso y su lenguaje misterioso que permanecía oculto para cualquier otro observador.
-- Vas a tener ofertas favorables en aspectos de trabajo. Tu familia estará tranquila con algunos problemas menores. Alguien muy cercano a ti contraerá matrimonio. Una persona cuyo nombre empieza con L te traerá prosperidad.
La voz era plana, impersonal y arrojaba adivinaciones una tras otra. El vaso cobraba vida por momentos, se convertía en la húmeda ventana hacia lo desconocido.
-- Tendrás éxito económico pero ten cuidado, un enemigo te odia y desea minar tus fuerzas hasta hacerte fracasar por completo.
Las manos de Gustavo acariciaban el vaso y produjeron que su calor cubriera el cristal con multitud de gotitas de vapor condensado. No sé cómo me dejé llevar a la consulta, mi situación es bastante mala como para empeorarla con predicciones fabulosas. Dejé el poco dinero que traía en las manos del adivino y me dirigí a casa. Al llegar me instalé en la sala para escuchar un poco de música de Beethoven. El Claro de Luna invadió todos los rincones. La identidad del enemigo que me pronosticó Gustavo se hizo clara de pronto, justo en el momento de la detonación y el disparo que me perforó la sien y me envolvió en las sombras.

martes, 18 de septiembre de 2007

La rana

La rana

En la sala hay un retrato grande y a colores de mi hermanito. Ya casi no lo recuerdo, sólo su sonrisa inocente y su cara de "yo no fui" después de que hacía una travesura. Mis padres todavía lo buscan y de vez en cuando recorren hospicios y guarderías con la esperanza de encontrarlo. Si llega alguna carta la abren con ansiedad por si hay noticias de su paradero. Se perdió hace cinco años. El zaguán se quedó abierto y dicen mis padres que seguramente se salió sin ser visto. Paso muchas horas en el jardín frente a la rana de barro que decora el centro de la fuente, es una rana grande y tiene los ojos tristes. Recuerdo mucho aquella ocasión en que mi hermano la rompió y después, con los ojos llenos de lágrimas, corrió a acusarme y me señaló como el autor del accidente. Todavía me duelen, en la memoria, los cintarazos que me dio mi padre. Él, mi papá, se puso furioso y me castigó severamente. Me proporcionó acto seguido, un bote de cemento de contacto y me obligó a reparar el daño pegando la rana pedazo a pedazo. Puse cuidado en utilizar el pegamento de la forma adecuada y reforcé cada pieza para evitar una nueva ruptura. Pasé muchas horas realizando la tarea. Recuerdo los ojos chispeantes del niño y su sonrisa burlona, recuerdo su carita de ángel detrás de mis lágrimas. Fue la última vez que lo vi, esa tarde se perdió. Terminé de armar la rana con la luz de la luna y después me acosté, sin cenar, siguiendo las instrucciones de mi padre.
Paso algunas tardes en el jardín, repito, frente a la rana. De tarde en tarde pego el oído a la figura de barro para ver si todavía oigo su vocecita hipócrita pidiéndome que lo deje salir.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Miniaturas

Miniaturas

Es bueno el hecho de que tu esposa tenga una afición, eso te resuelve el dificilísimo problema de tener qué regalarle en las cuatro o cinco fechas importantes del año: el día de la amistad, aniversario de bodas y otros que se me escapan. La mía colecciona miniaturas y mis excursiones para la compra de obsequios incluyen las tiendas de dichos objetos y aquellas que contienen las pequeñas figurillas, las pulgas vestidas o las pinturas realizadas en un grano de arroz. A lo largo de dieciocho años de matrimonio le regalé una gran cantidad de miniaturas, además de las que le obsequian familiares y amistades, y las que ella misma adquirió. Inundó la casa un verdadero zoológico de figuritas de vidrio soplado, multitud de cuadritos realizados en los más disímiles materiales, mueblecillos de madera, casitas propias para hormigas. Los objetos en miniatura proliferaron y ocuparon las vitrinas, las mesas de la sala, los estantes para adornos. Después invadieron burós, cajones, libreros. En casi todos los rincones y lugares más o menos apropiados existe una, o varias miniaturas. Conforme aumentó la colección de mi esposa, ésta adquirió cierto parecido con los objetos acumulados, se desenvolvía entre ellos con facilidad. Me pareció incluso que su estatura disminuyó imperceptible, pero constantemente. Llegó el momento en que me costó trabajo encontrar a mi mujer cuando volvía a casa después de mis diarias ocupaciones. Hoy hace dos meses que no la veo, debe estar escondida entre las figuritas de la recámara o cómodamente instalada en la casita que compramos durante nuestro viaje de bodas.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Diario

Escribir un diario resulta un asunto riesgoso, en él se alojan lo mismo la observación afortunada que un testimonio intrascendente, una reflexión innecesaria y el lugar común. Además existen ya diarios excelentes, redactados por notables pensadores. De tal manera que uno más, dedicado a relatar las aventuras del polvo y el efímero paso de falenas en la tarde, sólo sirve para engrosar la fila de los textos condenados al silencio. Sin embargo, es divertido dibujar los mapas que asignan un lugar a las cocinas y al retrato de familia en las paredes, también contar la vida que se consume por quincenas y recorre los escaparates más humildes del mercado. Escribo pues para pasar el tiempo y, tal vez, para encontrar ventanas y algunos puentes. Un diario es, siempre, una novela inconclusa que relata la vida de una brizna en la tormenta, es un mojón en el camino, una cruz que recuerda una muerte más en el desierto.

sábado, 1 de septiembre de 2007

Escuela

Sin mayores comentarios, va mi cuento.

Escuela

Esta es una escuela de enseñanza especial, pero ello no impide que nosotros podamos sentir mucho cariño por quienes se encargan de cuidarnos. Los vemos llegar con sus rostros tristes y su gran compasión, los vemos hacer esfuerzos por lograr que aprendamos las conductas más elementales como lavarnos los dientes o comer correctamente. A veces se desesperan pero siempre terminan abrazándonos y con los ojos llenos de lágrimas. Nos entristece ver su piel que se demacra mientras la nuestra se pone ruborosa, su cuerpo se adelgaza mientras el nuestro se llena. El director nos regaña y nos golpea, muchas veces sin razón, sé que lo hace porque nos tiene miedo. A pesar de todo, recordamos con cariño a los maestros que pasaron por la escuela, sobre todo cuando en los días de limpieza, el director nos obliga a quitar el polvo de los frascos en que sus restos fueron depositados una vez que se secaron.

martes, 28 de agosto de 2007

Comosellama

Intento un diario, a partir de hoy, para dar cuenta de los baches con que me topo en el camino. Hace ya seis meses, o poco más, que no redacto un texto decoroso. Nada puedo decir que valga más que un grano de silencio. Desconozco las causas de la mudez que me ataca, tal vez el miedo, tal vez el desgaste natural que viene con los años, tal vez tanta palabra que traigo atorada en las venas y temo que un coágulo de tinta detenga mi corazón, como un pabilo que se apaga entre los dedos. He dicho tantas cosas, tantas fueron mis creencias y certezas, que resulta posible la existencia de un extraño punto de retorno. Ahora regresaré sobre mis pasos e iré borrando uno por uno mis recxuerdos. Va el cuento:

Cómosellama

El héroe, ¿Cómo se llama?, anda en busca de su imagen pues lamenta no poderse ver en los espejos. Él asegura haberla guardado en el bolsillo entre un montón de recuerdos: una piedra verde, unas cadenas, cuatro soles pulidos de hojalata, una cuerda de goma y un sobre mágico que encierra las letras en desorden de su nombre. La aventura en realidad no empieza ni termina, es un compás de ausencia, una coma, puntos suspensivos de una historia más grande en donde el héroe busca también su imagen, o por lo menos su sombra. No se sabe si perdió su sombra o nunca la tuvo. Lo cierto es que sufre sin ella. Sólo el amor, en ocasiones, le mitiga el dolor de estar perdido y sin reflejo. No hubo conspiraciones para robar la imagen, ni ladrones. Simplemente, Cómosellama, amaneció un día sin poderse ver en los espejos.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Blanco y negro

Resulta que paso por una etapa de sequía, en todo este año sólo he podido escribir media docena de textos. Creo que debo moverme por otro lado, vislumbro algunas puertas, espero que alguna se abra. Mientras tanto va otro cuento.

Blanco y negro

Casi todos tenemos una inclinación más o menos oculta por atesorar algún tipo de objetos, por coleccionar algo. Son estas colecciones como el soporte que nos hace sentir seguros ante la realidad cambiante, o las satisfactoras de la íntima vanidad por poseer lo que nadie más puede poseer. A mí me dio por coleccionar espejos de todo tipo, sólo rehuí las lunas de los antiguos roperos y los de grandes dimensiones, debido a que no tenía forma de colocarlos en mi casa. Me especialicé en los pequeños espejos de tocador o de bolsillo. Cuando los sacaba todos para limpiarlos y eran tocados por la luz, ésta se intensificaba, encendía mi casa en una nueva fuente luminosa; algunos vecinos se acercaban atraídos por el espectáculo y tuve que salir a explicarles la causa del fenómeno para evitar llamadas precipitadas a los bomberos.
Los tenía de muchas formas e incrustados en los más variados materiales: en hoja de latón finamente labrado, en concha nácar que rivalizaba en destellos con el espejo, en oro, plata, cobre, en casi todas las maderas preciosas, en pedrería, carey, ámbar y muchos más. El proceso mismo de buscarlos y adquirirlos me brindó insospechadas experiencias. Conocí anticuarios famosos, vendedores de viejo, personas dispuestas a relatarme, con pelos y señales, las historias que envuelven a los espejos en venta y que hacen más deseable su posesión. Conocí también lugares encantadores y algunos de lo más vulgar: mercados sucios llenos de trebejos inservibles y tiendas que son verdaderas máquinas del tiempo en donde uno se siente transportado a la intimidad de la vida cortesana.
Entre todos los objetos de mi colección había uno en especial al que aprecié como el más interesante. Era un espejo circular, como de doce centímetros de diámetro, una piedra negra pulida hasta volver su superficie un reflejante de cualidades excepcionales. Estaba incrustado en un trozo informe de ámbar y, aprisionados en éste, dos insectos irreconocibles suspendidos en ese ataúd desde hace miles de años. La imagen que reflejaba era nítida y precisa aunque el ojo la percibiera con el color alterado gracias a que la superficie reflejante era de una piedra negra, pulida con esmero para convertirla en espejo. El espejo a que hago referencia fue uno de los primeros que obtuve y puede decirse que gracias a él me lancé a la búsqueda e inicié mi colección. Como casi todas las cosas importantes llegó a mí de improviso: una tía decidió internarse y pasar sus últimos años en un asilo, así que escogió de entre sus pertenencias las más indispensables y repartió el resto, a manera de herencia adelantada, entre los parientes. Yo era muy joven y me tocó en suerte el espejo, tal vez porque los demás lo consideraron un objeto bello pero inútil, de modo que me fue otorgado casi en calidad de juguete. Pregunté a mi tía sobre el origen de mi nueva posesión pero fueron muy pocos los datos que pudo darme. Ella lo recibió de su madre y ésta lo recogió junto con las pertenencias olvidadas por un huésped ocasional.
Años después llevé a valuar la pieza y busqué referencias acerca de su posible historia. Los datos son escasos y confusos. Las fuentes fueron anticuarios y algunos libros, catálogos para coleccionistas de antigüedades así como viejas revistas de modas y decoración. Con esto pude reconstruir la historia que a continuación relato pero que, desde luego, corre el riesgo de ser falsa.
"El espejo fue fabricado por orden de un joven enamorado para obsequiarlo a la mujer amada en fecha cercana al solsticio de invierno. En realidad mandó hacer dos espejos: el que yo tenía y otro de cuarzo pulido e incrustado también en ámbar pero del más puro que pudo encontrar, de manera que los dos, uno blanco y otro negro, son representaciones de la noche y el día. La relación entre estos jóvenes fue interrumpida por la acción de intereses familiares y él tuvo que alejarse de ella, obligado a cumplir misiones de índole militar en tierras extrañas. Antes de separase definitivamente decidieron quedarse cada uno con un espejo, en espera de que el destino volviera a reunirlos, cosa que no pasó. El se quedó con el negro y ella retuvo el blanco".
El espejo negro inició su peregrinar por el mundo y pasó de mano en mano hasta quedar depositado en el estuche de terciopelo verde que tenía en la vitrina de mi casa. En sus andanzas acumuló historias y creencias: se le atribuyeron poderes curativos; se le considera un amuleto contra todos los males; se asegura que fue fabricado por el mismísimo diablo y que, quien lo tenga en su poder, está irremisiblemente condenado; se le relacionó con crímenes horrendos pero también con actos heroicos y sublimes. Supe que algunas santurronas de las que no faltan, propagaron el rumor de que soy un hechicero sólo por el hecho de tener en mi poder el espejo. Consideré todo lo anterior como patrañas, consejas y mitos. Creo que el espejo es un bello ejemplar de joyería y nada más.
En mis viajes, no muchos, y en mis caminatas por las tiendas de anticuarios y mercados, busqué afanosamente el otro espejo para cumplir con el propósito de reunirlos nuevamente, estaba seguro de que nada pasaría, a excepción claro, de sentirme íntimamente satisfecho. Solamente hay algo que me falta por decir de mi pieza preferida y es que, por alguna extraña razón, no podía estar cerca de ningún otro espejo pues en cuanto el otro era aproximado a menos de cincuenta centímetros, inexplicablemente se rompía.
Algunas veces soñé con los espejos, el negro y el blanco juntos, uno frente al otro. Eran sueños ambiguos, confusos y angustiantes, en los que yo terminaba preso dentro de un bloque de cristal, como los insectos embalsamados en el ámbar. La última vez que los soñé amanecí muy débil, con disnea, enfermo, con una fuerte depresión. El médico me ordenó reposo y distracciones además de evitar en lo posible mi obsesión por los espejos, en especial por el ámbar negro. Deposité pues mi espejo en un estuche y lo guardé en una caja de cartón, finalmente aseguré la caja atándola con un cordel y la arrumbé en la repisa superior del guardarropa.
Traté primero de coleccionar otra cosa, monedas o grabados antiguos, pero terminé por abandonar todo intento de reunir una colección y me sumí en la vida rutinaria y de trabajo. De tarde en tarde visitaba a mis amigos anticuarios o daba un paseo por los mercados de trastos viejos, sólo para conversar con los conocidos o distraer mi mente con la variedad de las mercaderías. En uno de esos viajes encontré el espejo blanco, bellísimo, invitándome a llevarlo. Interrogué al dependiente sobre su procedencia y me narró una rara historia de marinos. Pregunté su precio y al conocerlo no me pareció exuberante, incluso sentí cierta urgencia del dependiente por que me lo llevara y pareció dispuesto aun a regalármelo. Acerca de tan extraña actitud me dijo que estaba harto del objeto pues desde que lo tenía, se le rompían misteriosamente todos los espejos y otros objetos de cristal o de vidrio. Me lo llevé entonces.
Al llegar a casa desempolvé mi improvisado almacén y desempaqué el espejo guardado, lo saqué de su estuche y los puse uno frente al otro. De inmediato todo empezó a cristalizarse: las maderas, las telas, los metales. Los muros se volvieron grandes superficies reflejantes, mi imagen se multiplicó hasta el infinito. Traté de salir de la casa pero cada vez que vislumbraba una posible salida, ésta no era más que otro espejo. Mi sensación no fue precisamente de terror pues no dejaba de tener belleza ese calidoscopio que crecía a mi derredor. Era como si la realidad se construyera nuevamente, segundo a segundo. Los espejos se reflejaron unos con otros, la realidad se reprodujo, surgieron nuevas realidades totalmente desconocidas para mí. La luz se volvió intensa hasta semejar un incendio en cada espejo, las llamas de cristal proliferaron hasta abarcar todo lo visible. Decidí evitar todo intento por encontrar una salida y me senté en el piso a esperar que alguien me sacara del sueño, y aún espero.