sábado, 29 de septiembre de 2007

Solovino

Me gusta imaginar libremente mientras escribo, el problema es que divago, desvarío a veces. Se me van las palabras en corriente como un caudal que fluye interminable. Cuesta trabajo redondear la anécdota y no caer en sin sentidos. Creo que no existe una anécdota redonda, cada historia es parte de otra historia más grande. Es preciso sin embargo, no poner palabras inútiles, asentar sólo aquellas que encajan ajustadas como en un rompecabezas. Pero volviendo a la historia, batallo mucho para precisar sus límites y no sólo eso, también se me dificulta encontrar la que resulte de verdad importante, la que debe ser contada. Hay muchas historias: las que rescatan mitos, las que desgarran los velos de una realidad que se escabulle. Pero es posible que se requieran unos ojos especiales para detectar esos temas, esas tramas fascinantes. Me conformo con sentir el placer de garrapatear palabras en una hoja blanca. Mientras el papel se llena de grafismos, como esos muros a espaldas de la estación del ferrocarril, me dedico a ver cómo pasa el tiempo y los transeúntes.
Desde la vidriera se ve la plazoleta y me divierte ver a los globeros luchando por sostener su mercancía contra los reclamos del aire; a las palomas; a la gente que camina; a los aseadores de calzado. Pero es imposible, ahí, detectar una historia. Parece todo tan rutinario, tan vacío. Me entretiene mirar hacia los pies de los paseantes, observar sus zapatos, calcular el ritmo de sus pasos, adivinar el rostro y el estado de ánimo a través de los pasos. Puedo inventar personajes, transformar la placita en un universo mágico en donde las tramas se crucen, las situaciones emotivas se superpongan y se mezclen.
Sigo sin contar algo importante. Mientras tanto, un perro husmea desde hace un rato en la plaza, escudriñó todos los rincones y metió las narices en todos los lugares: a la orilla del prado, bajo las bancas, al pie de los postes. Es un perro común y corriente, de pelambre amarilla, de orejas largas y caídas, ojos color miel, las patas delanteras con un poco de blanco, como si trajera unos guantes percudidos. En algunas zonas del cuerpo muestra ronchas enrojecidas, producto de la sarna o alguna infección en una herida vieja. Terminó su recorrido, según parece, y Solovino escogió un pedazo de banqueta, soleado, para reposar sus huesos y poner a orear sus ronchas. Dio varias vueltas antes de doblar sus patas traseras en un ritual minucioso, como si la posición final fuera de suma importancia para conciliar el sueño. Arrojó una mirada despectiva a su derredor y colocando el hocico sobre sus patas delanteras cerró los ojos y dejó que lo acariciaran el sol y las moscas.
Qué lejos está este perro adormilado de aquellos canes que pasaron a la historia por sus hazañas, qué lejos de Argos por ejemplo. Por asociación empiezo a recordar otros lebreles, como aquel collie diminuto al que hacíamos correr. Recuerdo un perro peludo, pequeñito, que ladraba por horas, histérico e irritable, cuya dueña, una novia que tuve, hablaba hasta por los codos con una voz chillante. Ella, mi exnovia, era blanca como la leche y gustaba de ponerse vestidos con un gran escote para después acariciarse los senos, con el pretexto de tapárselos, hasta dejarlos enrojecidos como las ronchas de Solovino que dormita, plácido, en la acera de enfrente. Tuve también una novia morena, hosca y agresiva, a la que dejé de ver porque su perro, un pastor encerrado y maligno, me mordió en la pantorrilla.
El cuaderno se llena y yo sin apresar el hilo de una historia. Es posible que sólo deje salir unas cuantas ideas para que se oreen al sol también y se recompongan en una historia verdadera. Me imagino a Argos durmiendo en el estiércol, con el anciano porquerizo como único compañero y la idea fija de no morir antes de ver por última vez a su amado dueño. Esa sí es una historia y no la de este pobre canino, anónimo y semimuerto, que se deja, indolente, atropellar a cada rato por los niños y sus triciclos.
El perro abre los ojos y levanta la cabeza. Dirige hacia mí su mirada color miel, casi dulce, como si supiera que él está motivando el que gaste mi tinta en su reposo inútil. Se levanta despacio, estira los huesos para que se le acomoden las coyunturas. Bosteza, se sacude y se dirige después hacia un niño que porta un helado; el niño se asusta y busca de inmediato la protección tras las piernas de su madre. Solovino se da vuelta, ignora el llanto del niño y se acerca al poste próximo, lo huele, lo rodea para observarlo por todos lados y después estampa su marca. Vuelve a explorar el terreno, husmea con la nariz pegada al suelo, una nubecilla de moscas lo sigue posándose, intermitentemente, sobre su lomo. Encuentra un pedazo de chicharrón de harina, lo empuja con el hocico, lo toma con los dientes, lo suelta de nuevo, estornuda irritado por el ácido de la salsa roja que impregna el alimento, lo muerde al fin y lo empuja con la lengua, lo traga casi sin masticarlo. Descubre un papel periódico arrugado y empieza a olerlo cerca de una banca. Un parroquiano mueve de improviso el brazo y el animal interpreta este movimiento como una amenaza, mete el rabo entre las patas y se aleja con la cabeza gacha. El perro regresa al lugar en que dormitó y se echa otra vez para dejar pasar la tarde.
Me decido a transformar esta plaza en un verdadero surtidor de significaciones. El quiosco por ejemplo, es un ágora, un tablado, un escenario y en él se suceden historia tras historia. La de una señora que se instaló en el quiosco el día que ejecutaron a su marido y se quedó a vivir ahí por espacio de treinta años, pidiendo piedad para el ahorcado. La de un par de amantes, sorprendidos en el centro de su coloquio amoroso, que lavaron con sangre la tarima cuando el irascible padre de la dama vació su pistola sobre la pareja que, según él, mancillaba su honor. El quiosco usado de trinchera cuando el pueblo se defendió de los apaches. El lugar se transforma ante mis ojos y tan pronto es un estrado del que surgen ardorosas piezas oratorias, como un refugio que alberga a indefensos ciudadanos perseguidos por la policía con sus garrotes. La banda de música acompaña los pasos de la gente alrededor de la plaza: señoritas con vestidos largos llenos de cintas y encajes, vestidos que ocultan grandes polizones; señoritas de playera y falda corta de mezclilla que coquetean con jóvenes ataviados con trajes de casimir inglés de anchas solapas y sombreros de carrete.
Solovino chilló pues un triciclo magulló su rabo. El perro se movió y fue a echarse bajo la sombra de un arbusto, ahí estaría protegido de otro imprudente ataque de triciclo. Un perrillo faldero de color gris que portaba un collar con estoperoles se acercó a Solovino para olerlo y éste, emitió un débil rugido y peló los dientes para desalentar al intruso, cosa que logró con creces pues el perrito salió corriendo para buscar la protección de su dueña. Los ojos color miel del can sarnoso volvieron a fijarse en mi presencia para después ignorarme como si yo fuera una más de las impertinentes moscas que lo acosan.
Traté de concentrarme en mi texto y recuperar el escenario perdido, en busca de una historia redonda. El aire se hizo más violento conforme avanzó la tarde y agitó las copas de los árboles. Las imágenes que empezaron a fraguarse en mi narración fantástica fueron barridas por el ventarrón de marzo y me dejaron enfrente de una plaza rutinaria, con un quiosco viejo y un perro dolorido que se lamía el rabo con displicencia mientras las moscas le rondaban chupando la sanguaza que salía por sus heridas.
El globero enardeció su lucha contra el aire y los hilos de sus globos se le enredaron en los brazos y en el rostro. En parte por el aire y en parte por sus movimientos desordenados, el sombrero del hombre fue a dar al piso. El globero intentó tomar el sombrero del suelo, pero el viento pretendía no dejarlo en paz y lo empujó un poco hasta dejarlo fuera del alcance de sus manos. El hecho no podía ser más cómico, el hombre detrás de su sombrero mientras hacía esfuerzos por impedir que sus globos escaparan. En su lucha, el vendedor se acercó peligrosamente a los árboles de la plaza y algunos de sus globos explotaron al romperse la tensión del hule, gracias a los arañazos de las ramas sin hojas. El ruido de los globos que estallaron hirió los tímpanos de Solovino que empezó a ladrar y correr imitando, un poco, los grotescos movimientos del globero. El susto del perro fue soberbio, al grado que emprendió una huida de pánico hacia la acera del otro lado de la plaza. Todo fue en un instante: el chirriar de las llantas; el chillido de dolor de Solovino; la sangre que impregnó la calle; la gente que se arremolinó para ver el accidente; la llegada de la policía y del personal de limpieza del ayuntamiento que se llevaron el cuerpo del animal de pelambre amarilla y las moscas que lo siguieron como única comitiva. Unos minutos después la plazoleta recobró su calma dominical, con su banda de música y el rechinar de triciclos. El globero se quedó, luchando contra el viento. Me marché sin encontrar la anécdota redonda, la historia que rescate el mito o que descorra los velos de una realidad oculta.

viernes, 28 de septiembre de 2007

Guardian

Una casa abandonada es un lugar donde la historia forma remolinos, imán de voces, sombra en la que anidan las mentiras y los muertos. Cuatro cuadras al norte de la iglesia está una construcción deshabitada. Los que la han visto no pueden coincidir al describirla porque cambia según el punto de mira del que observa. La casa es un no sitio que sólo puede definirse por ausencias y por ecos, por el quedo murmullo de termitas que le graban un rostro por adentro.
El último habitante de la casa fue un perro, flaco y semiciego, que casi por instinto llegaba todas las tardes a buscar cobijo entre las ruinas. Se le veía venir desde el momento en que las sombras, como dedos, se lanzaban sobre la piel del mundo, cuando los primeros cantos de los grillos tocan a silencio. El chucho, de color pardo sucio, mostraba en las patas, las orejas y el hocico la señal de viejas heridas. Caminaba sin prisa, husmeando aquí y allá, reconocía cada poste, cada árbol, los trozos carcomidos de los muros. Finalmente recorría de lado a lado y varias veces la reja oxidada de la casa, como cerciorándose de que continuaba igual que en la mañana. Después se introducía a lo que fue jardín y hoy un matorral de hierbas crecidas y espinosas, llegaba hasta la puerta en donde iniciaba una inspección general de la casona en ruinas. Rascaba las puertas y ventanas en un llamado inútil, iba a la parte de atrás y regresaba para echarse al pie de la puerta como un centinela adormilado que despertaba ante la presencia de cualquier ruido inusual o extraño.
El perro se transformaba por la noche en el feroz guardián de la construcción abandonada. Cuando algún chiquillo intentaba la aventura de explorarla, el can atacaba pelando los dientes y gruñendo de tal forma que el resultado inevitable era la carrera despavorida del intruso hacia la protección de la calle. Nadie osaba pasar, ni siquiera por la acera del frente de la casa. Por las mañanas, el animal abandonaba su puesto de guardia y se lanzaba entre los callejones en busca de los desperdicios que le servían de alimento. Quien llegó a verlo en el día y lejos de la casa, lo describió como un perro asustadizo que huía con el rabo entre las patas ante la más leve amenaza, no era el fiero vigilante de las ruinas, lo vieron juguetear, revolcarse y dar interminables vueltas hasta quedar mareado y dormirse con las cuatro patas al aire, borracho por el sol y las vueltas.
El porqué de la nocturna conducta del sabueso se explicaba por múltiples rumores, el más creíble es el de que en esa casa vivió su dueño quien lo abandonó cuando tuvo que cambiarse a una casa más chica. Sin embargo, había también decires que lindaban con la leyenda.
El perro murió sobre el tapete deshilachado de la entrada, no se volvieron a escuchar sus gruñidos. Lo más probable es que durmiera en la casa porque le gustaba el tapete, porque en él reconocía sus olores y sus pulgas. Espantaba a los intrusos porque si, por instinto, por la necesidad inútil de saberse guardián. Cuidó por años una casa vacía y murió sobre un tapete viejo. La casa sigue ahí, llena de polvo. Por la noche, a veces, se escucha el eco de un perro ladrándole a las sombras.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

La mosca

Una mosca entra en el cuarto desde la zona de sombra de la sala. Un locutor refiere los hechos más dramáticos con el rostro impasible, su voz, educada y monótona, sale del televisor como una secreción que arrastra accidentes aéreos, bombardeos, secuestros, mutilaciones. Junto a la cama un perrito juega con un zapato de tela al que logra despojar a medias de su cinta. El zumbar de la mosca hace contrapunto con la voz que surge de la televisión. La mosca se mueve alrededor del foco, después se posa un momento sobre el marco de un cuadro y de ahí al espejo, a la bolsa de plástico que cubre un traje en el guardarropa abierto, al cubrecama y, finalmente, se detiene en el piso, como a cuarenta centímetros del perro que mordisquea el tenis. El cachorro dejó el zapato y fija su mirada en la manchita negra de la mosca. El hombre explica los detalles de una tragedia en un lugar lejano, intermitentemente aparecen a cuadro las escenas de cuerpos inertes sobre el suelo y de adolescentes uniformados que portan fusiles y tienen las caras sucias y también inexpresivas, como la del hombre que narra las noticias. Una araña tiende sus hilos con paciencia en el ángulo que forman el techo y la pared norte de la recámara. El perro saltó sobre la mosca con la intención de tragársela pero se fue en blanco, el insecto emprendió el vuelo un instante antes del ataque y fue a pararse en la orilla de una taza que está sobre la cómoda, se pierde en el interior para ir a buscar los restos de café y azúcar que reposan en el fondo.
Un nuevo comentarista habla de toros, de estocadas, del arte de matar a una bestia que embiste inútilmente sobre una tela que sirve para engañarlo y llevar su carrera hacia la nada, o hacia la aguda punta de una espada. Unos ciclistas se esfuerzan por alcanzar la meta. Un boxeador vaticina su triunfo. La mosca vuela ahora en torno de la cabeza del cachorro que le tira mordiscos para atraparla mientras sigue con la cinta del zapato enredada en las patas. El insecto esquiva con habilidad las dentelladas y se para, retador, en la oreja del can, éste se rasca la cabeza con la pata obligando a la mosca a volar hacia la lámpara. La mosca elude también el golpe del periódico enrollado. Se para en la pantalla para simular un gran lunar sobre la frente del periodista. La sección internacional refiere otra guerra, en otro país, y con esto logra convertir ambas, la de aquí y la de allá, en hechos triviales y tribales. Más tarde se entrevista a un escritor y luego al presidente de un país sureño. El cachorro se cansó y dormita con parte de la agujeta sobre el lomo y la mosca que le ronda y a la que trata de espantar con movimientos esporádicos de la cola.
El noticiero finaliza, se anuncia la ganancia de la bolsa y el nuevo precio de los metales. Se ven escenas de cajeras de banco con fajos de billetes en las manos. El zumbido de la mosca se intensifica hasta volverse molesto, sus alas baten desesperadamente para escapar de la trampa; los hilos pegajosos de la telaraña se adhieren a sus patas y su abdomen. En el televisor la luz del estudio se diluye y el locutor queda como una sombra en el centro de la pantalla. Una araña camina por el techo.

lunes, 24 de septiembre de 2007

El remedio

El remedio

La vela dibuja formas caprichosas con las sombras: un florero alargado, el respaldo de una silla que tiembla, la ondulante línea de la cama. Pilar está arrodillada con la vista fija en la puerta del baño, la luz se asoma por la rendija tocando apenas la alfombra. Todo está en silencio a no ser por el murmullo del rezo y el chapotear del agua en la regadera.
Siempre es lo mismo, Miguel sale de la procuraduría después de un día de trabajo policial, llega a su casa a las dos o tres de la mañana, muy borracho, en taxi pues el carro quedó olvidado en las afueras de alguna cantina. Abre la puerta con estrépito e irrumpe en la casa ante el miedo que le sale por los ojos a su esposa. Como si el temblor de Pilar fuera un excitante él empieza a gritar e insultarla para luego, ignorando los reclamos de ella, meterse en el baño y purificar con agua una nueva noche de parranda. Ella mientras tanto, acerca la vela encendida y el frasco con hierbas a la puerta del baño y reza, siguiendo las instrucciones del curandero, con la esperanza de ahuyentar a los demonios que Miguel trae en el cuerpo. El sale del baño y como demostración de desdén hacia las creencias de su esposa, toma la pistola y dispara sobre el improvisado altar ensuciando la recámara con pedazos de cera que Pilar tendrá que recoger al día siguiente con cuidado.
Hoy es la novena noche que se aplica el remedio, si no funciona Pilar está decidida a abandonar a Miguel. Se oye el característico ruido de la llave al cerrarse y el canturreo del marido en el baño. Abre por fin la puerta y se topa con la rutinaria escena: su mujer de rodillas junto a la cama, con sus rezos, la vela al pie de la puerta del baño junto al frasco con hierbas olorosas. Cansado y nada más por no dejar, saca la pistola de su funda y apunta sobre la vela. Esta vez el cirio permanece intacto a pesar de la explosión, deformando la silueta de los objetos con sus sombras. El rostro de Miguel está pálido, como la cera con que Pilar había taponado el cañón de la pistola.

jueves, 20 de septiembre de 2007

El enemigo

El enemigo

Más indiferente que curioso me dejé arrastrar a la consulta con el adivino. Gustavo es un vidente que utiliza un vaso con agua como medio para sus premoniciones. Gustavo, absorto, daba pequeños giros al vaso y contemplaba el líquido transparente al tiempo en que con voz monótona predecía acontecimientos futuros. Un giro más y el agua lanzaba pequeños destellos de colores. El adivino ignoraba todo estímulo que proviniera del ambiente, sólo atendía al vaso y su lenguaje misterioso que permanecía oculto para cualquier otro observador.
-- Vas a tener ofertas favorables en aspectos de trabajo. Tu familia estará tranquila con algunos problemas menores. Alguien muy cercano a ti contraerá matrimonio. Una persona cuyo nombre empieza con L te traerá prosperidad.
La voz era plana, impersonal y arrojaba adivinaciones una tras otra. El vaso cobraba vida por momentos, se convertía en la húmeda ventana hacia lo desconocido.
-- Tendrás éxito económico pero ten cuidado, un enemigo te odia y desea minar tus fuerzas hasta hacerte fracasar por completo.
Las manos de Gustavo acariciaban el vaso y produjeron que su calor cubriera el cristal con multitud de gotitas de vapor condensado. No sé cómo me dejé llevar a la consulta, mi situación es bastante mala como para empeorarla con predicciones fabulosas. Dejé el poco dinero que traía en las manos del adivino y me dirigí a casa. Al llegar me instalé en la sala para escuchar un poco de música de Beethoven. El Claro de Luna invadió todos los rincones. La identidad del enemigo que me pronosticó Gustavo se hizo clara de pronto, justo en el momento de la detonación y el disparo que me perforó la sien y me envolvió en las sombras.

martes, 18 de septiembre de 2007

La rana

La rana

En la sala hay un retrato grande y a colores de mi hermanito. Ya casi no lo recuerdo, sólo su sonrisa inocente y su cara de "yo no fui" después de que hacía una travesura. Mis padres todavía lo buscan y de vez en cuando recorren hospicios y guarderías con la esperanza de encontrarlo. Si llega alguna carta la abren con ansiedad por si hay noticias de su paradero. Se perdió hace cinco años. El zaguán se quedó abierto y dicen mis padres que seguramente se salió sin ser visto. Paso muchas horas en el jardín frente a la rana de barro que decora el centro de la fuente, es una rana grande y tiene los ojos tristes. Recuerdo mucho aquella ocasión en que mi hermano la rompió y después, con los ojos llenos de lágrimas, corrió a acusarme y me señaló como el autor del accidente. Todavía me duelen, en la memoria, los cintarazos que me dio mi padre. Él, mi papá, se puso furioso y me castigó severamente. Me proporcionó acto seguido, un bote de cemento de contacto y me obligó a reparar el daño pegando la rana pedazo a pedazo. Puse cuidado en utilizar el pegamento de la forma adecuada y reforcé cada pieza para evitar una nueva ruptura. Pasé muchas horas realizando la tarea. Recuerdo los ojos chispeantes del niño y su sonrisa burlona, recuerdo su carita de ángel detrás de mis lágrimas. Fue la última vez que lo vi, esa tarde se perdió. Terminé de armar la rana con la luz de la luna y después me acosté, sin cenar, siguiendo las instrucciones de mi padre.
Paso algunas tardes en el jardín, repito, frente a la rana. De tarde en tarde pego el oído a la figura de barro para ver si todavía oigo su vocecita hipócrita pidiéndome que lo deje salir.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Miniaturas

Miniaturas

Es bueno el hecho de que tu esposa tenga una afición, eso te resuelve el dificilísimo problema de tener qué regalarle en las cuatro o cinco fechas importantes del año: el día de la amistad, aniversario de bodas y otros que se me escapan. La mía colecciona miniaturas y mis excursiones para la compra de obsequios incluyen las tiendas de dichos objetos y aquellas que contienen las pequeñas figurillas, las pulgas vestidas o las pinturas realizadas en un grano de arroz. A lo largo de dieciocho años de matrimonio le regalé una gran cantidad de miniaturas, además de las que le obsequian familiares y amistades, y las que ella misma adquirió. Inundó la casa un verdadero zoológico de figuritas de vidrio soplado, multitud de cuadritos realizados en los más disímiles materiales, mueblecillos de madera, casitas propias para hormigas. Los objetos en miniatura proliferaron y ocuparon las vitrinas, las mesas de la sala, los estantes para adornos. Después invadieron burós, cajones, libreros. En casi todos los rincones y lugares más o menos apropiados existe una, o varias miniaturas. Conforme aumentó la colección de mi esposa, ésta adquirió cierto parecido con los objetos acumulados, se desenvolvía entre ellos con facilidad. Me pareció incluso que su estatura disminuyó imperceptible, pero constantemente. Llegó el momento en que me costó trabajo encontrar a mi mujer cuando volvía a casa después de mis diarias ocupaciones. Hoy hace dos meses que no la veo, debe estar escondida entre las figuritas de la recámara o cómodamente instalada en la casita que compramos durante nuestro viaje de bodas.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Diario

Escribir un diario resulta un asunto riesgoso, en él se alojan lo mismo la observación afortunada que un testimonio intrascendente, una reflexión innecesaria y el lugar común. Además existen ya diarios excelentes, redactados por notables pensadores. De tal manera que uno más, dedicado a relatar las aventuras del polvo y el efímero paso de falenas en la tarde, sólo sirve para engrosar la fila de los textos condenados al silencio. Sin embargo, es divertido dibujar los mapas que asignan un lugar a las cocinas y al retrato de familia en las paredes, también contar la vida que se consume por quincenas y recorre los escaparates más humildes del mercado. Escribo pues para pasar el tiempo y, tal vez, para encontrar ventanas y algunos puentes. Un diario es, siempre, una novela inconclusa que relata la vida de una brizna en la tormenta, es un mojón en el camino, una cruz que recuerda una muerte más en el desierto.

sábado, 1 de septiembre de 2007

Escuela

Sin mayores comentarios, va mi cuento.

Escuela

Esta es una escuela de enseñanza especial, pero ello no impide que nosotros podamos sentir mucho cariño por quienes se encargan de cuidarnos. Los vemos llegar con sus rostros tristes y su gran compasión, los vemos hacer esfuerzos por lograr que aprendamos las conductas más elementales como lavarnos los dientes o comer correctamente. A veces se desesperan pero siempre terminan abrazándonos y con los ojos llenos de lágrimas. Nos entristece ver su piel que se demacra mientras la nuestra se pone ruborosa, su cuerpo se adelgaza mientras el nuestro se llena. El director nos regaña y nos golpea, muchas veces sin razón, sé que lo hace porque nos tiene miedo. A pesar de todo, recordamos con cariño a los maestros que pasaron por la escuela, sobre todo cuando en los días de limpieza, el director nos obliga a quitar el polvo de los frascos en que sus restos fueron depositados una vez que se secaron.