Una casa abandonada es un lugar donde la historia forma remolinos, imán de voces, sombra en la que anidan las mentiras y los muertos. Cuatro cuadras al norte de la iglesia está una construcción deshabitada. Los que la han visto no pueden coincidir al describirla porque cambia según el punto de mira del que observa. La casa es un no sitio que sólo puede definirse por ausencias y por ecos, por el quedo murmullo de termitas que le graban un rostro por adentro.
El último habitante de la casa fue un perro, flaco y semiciego, que casi por instinto llegaba todas las tardes a buscar cobijo entre las ruinas. Se le veía venir desde el momento en que las sombras, como dedos, se lanzaban sobre la piel del mundo, cuando los primeros cantos de los grillos tocan a silencio. El chucho, de color pardo sucio, mostraba en las patas, las orejas y el hocico la señal de viejas heridas. Caminaba sin prisa, husmeando aquí y allá, reconocía cada poste, cada árbol, los trozos carcomidos de los muros. Finalmente recorría de lado a lado y varias veces la reja oxidada de la casa, como cerciorándose de que continuaba igual que en la mañana. Después se introducía a lo que fue jardín y hoy un matorral de hierbas crecidas y espinosas, llegaba hasta la puerta en donde iniciaba una inspección general de la casona en ruinas. Rascaba las puertas y ventanas en un llamado inútil, iba a la parte de atrás y regresaba para echarse al pie de la puerta como un centinela adormilado que despertaba ante la presencia de cualquier ruido inusual o extraño.
El perro se transformaba por la noche en el feroz guardián de la construcción abandonada. Cuando algún chiquillo intentaba la aventura de explorarla, el can atacaba pelando los dientes y gruñendo de tal forma que el resultado inevitable era la carrera despavorida del intruso hacia la protección de la calle. Nadie osaba pasar, ni siquiera por la acera del frente de la casa. Por las mañanas, el animal abandonaba su puesto de guardia y se lanzaba entre los callejones en busca de los desperdicios que le servían de alimento. Quien llegó a verlo en el día y lejos de la casa, lo describió como un perro asustadizo que huía con el rabo entre las patas ante la más leve amenaza, no era el fiero vigilante de las ruinas, lo vieron juguetear, revolcarse y dar interminables vueltas hasta quedar mareado y dormirse con las cuatro patas al aire, borracho por el sol y las vueltas.
El porqué de la nocturna conducta del sabueso se explicaba por múltiples rumores, el más creíble es el de que en esa casa vivió su dueño quien lo abandonó cuando tuvo que cambiarse a una casa más chica. Sin embargo, había también decires que lindaban con la leyenda.
El perro murió sobre el tapete deshilachado de la entrada, no se volvieron a escuchar sus gruñidos. Lo más probable es que durmiera en la casa porque le gustaba el tapete, porque en él reconocía sus olores y sus pulgas. Espantaba a los intrusos porque si, por instinto, por la necesidad inútil de saberse guardián. Cuidó por años una casa vacía y murió sobre un tapete viejo. La casa sigue ahí, llena de polvo. Por la noche, a veces, se escucha el eco de un perro ladrándole a las sombras.
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