miércoles, 29 de julio de 2009

El mar I

Extrañamos el mar cuando canta una sirena en el desierto
y la sequedad crece como una sombra voraz sobre los muros.
Los minutos se hacen lentos y vibran
por efecto del sol que los calcina.
Los pájaros buscan con vehemencia los aleros.
La sed es como un grano de sal que pesa tanto.

A veces el mar se vuelve tierra prometida,
es un destino igual que Compostela, Comala y Utopía,
es el lugar que aguarda para recibir con amor, entre sus olas,
a los perdidos y a los náufragos.

Las veredas son de polvo y se borran,
el viento se las lleva para construir la trama de arena
con que cubre de amarillo las planicies.
El desierto es un palimpsesto de caminos que ocultan las historias.
Aquí no hay puertos ni destinos,
las metas son ilusiones que se pierden.

Sólo me acuerdo del mar cuando está lejos.
Salgo a caminar, de preferencia por las tardes,
y escucho el canto de una extraña sirena
en el desierto.

martes, 14 de julio de 2009

Trampas

No cabe duda que todos los días me afano por fabricar las trampas más sofisticadas. Las elaboro de todos los materiales. Pongo en ellas todo el ingenio de que soy capaz. Cavo profundos hoyos en la tierra, los cubro con cuidado y luego pongo encima los señuelos más atractivos y seguros. Escondo tales artefactos en lugares insospechados y también en los más obvios. Trato de que no parezcan trampas. Las hago como pequeños oasis atractivos y seductores. Te preguntarás, a estas alturas, para qué las hago. Debo decirte que se trata de atraparme a mí mismo, hace tiempo que tengo ganas de demostrar mi propia vanidad y mi ceguera. Durante mucho tiempo anduve con un puñado de certezas en el bolso: pensé que conocía el lugar exacto del arribo; que podría someter el timón a mi designio; que mi paso sería firme en el pantano. Pero ahora sé que a duras penas soy un pájaro de barro en una jaula que fabriqué yo mismo.

martes, 7 de julio de 2009

Palabra

A Gabriela d’Arbel

De pronto me dio por perseguir una palabra, por buscarla en los lugares más insospechados. No me preguntes cuál era porque no lo sé, apenas pude intuir su contorno borroso y se perdió en el universo de las cosas cotidianas. Intenté, con todas mis fuerzas, extraerla del fondo de la intrincada red de mi memoria, la tuve varias veces en la punta de la lengua, afiné mis oídos para escuchar su voz en el ruidoso silencio de la tarde. Todo fue inútil. La seguí según su clasificación más obvia y repasé nombres, adjetivos, verbos y adverbios, pensé que la reconocería por su color y brillantez, pero se obstinó en permanecer oculta. También creí que se haría patente por el efecto de su melodía o su ritmo, sólo recibí el silencio más profundo que pueda percibirse. Es muy difícil resignarse a perder una palabra, sobre todo cuando se piensa que podría tratarse de la más bella y armoniosa, la que podría dar lugar a un bellísimo poema. No queda más remedio entonces que salir a la calle y recoger las palabras que cayeron, como al descuido, de todas las conversaciones y las chácharas, retirarlas del piso y llenarse los bolsillos de palabras sucias, cubiertas por el polvo. Después, te acomodas en el rincón más hospitalario de la casa y llenas una página con ellas, o dos si es que te alcanza, y te olvidas para siempre de la palabra fugitiva.