martes, 28 de agosto de 2007

Comosellama

Intento un diario, a partir de hoy, para dar cuenta de los baches con que me topo en el camino. Hace ya seis meses, o poco más, que no redacto un texto decoroso. Nada puedo decir que valga más que un grano de silencio. Desconozco las causas de la mudez que me ataca, tal vez el miedo, tal vez el desgaste natural que viene con los años, tal vez tanta palabra que traigo atorada en las venas y temo que un coágulo de tinta detenga mi corazón, como un pabilo que se apaga entre los dedos. He dicho tantas cosas, tantas fueron mis creencias y certezas, que resulta posible la existencia de un extraño punto de retorno. Ahora regresaré sobre mis pasos e iré borrando uno por uno mis recxuerdos. Va el cuento:

Cómosellama

El héroe, ¿Cómo se llama?, anda en busca de su imagen pues lamenta no poderse ver en los espejos. Él asegura haberla guardado en el bolsillo entre un montón de recuerdos: una piedra verde, unas cadenas, cuatro soles pulidos de hojalata, una cuerda de goma y un sobre mágico que encierra las letras en desorden de su nombre. La aventura en realidad no empieza ni termina, es un compás de ausencia, una coma, puntos suspensivos de una historia más grande en donde el héroe busca también su imagen, o por lo menos su sombra. No se sabe si perdió su sombra o nunca la tuvo. Lo cierto es que sufre sin ella. Sólo el amor, en ocasiones, le mitiga el dolor de estar perdido y sin reflejo. No hubo conspiraciones para robar la imagen, ni ladrones. Simplemente, Cómosellama, amaneció un día sin poderse ver en los espejos.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Blanco y negro

Resulta que paso por una etapa de sequía, en todo este año sólo he podido escribir media docena de textos. Creo que debo moverme por otro lado, vislumbro algunas puertas, espero que alguna se abra. Mientras tanto va otro cuento.

Blanco y negro

Casi todos tenemos una inclinación más o menos oculta por atesorar algún tipo de objetos, por coleccionar algo. Son estas colecciones como el soporte que nos hace sentir seguros ante la realidad cambiante, o las satisfactoras de la íntima vanidad por poseer lo que nadie más puede poseer. A mí me dio por coleccionar espejos de todo tipo, sólo rehuí las lunas de los antiguos roperos y los de grandes dimensiones, debido a que no tenía forma de colocarlos en mi casa. Me especialicé en los pequeños espejos de tocador o de bolsillo. Cuando los sacaba todos para limpiarlos y eran tocados por la luz, ésta se intensificaba, encendía mi casa en una nueva fuente luminosa; algunos vecinos se acercaban atraídos por el espectáculo y tuve que salir a explicarles la causa del fenómeno para evitar llamadas precipitadas a los bomberos.
Los tenía de muchas formas e incrustados en los más variados materiales: en hoja de latón finamente labrado, en concha nácar que rivalizaba en destellos con el espejo, en oro, plata, cobre, en casi todas las maderas preciosas, en pedrería, carey, ámbar y muchos más. El proceso mismo de buscarlos y adquirirlos me brindó insospechadas experiencias. Conocí anticuarios famosos, vendedores de viejo, personas dispuestas a relatarme, con pelos y señales, las historias que envuelven a los espejos en venta y que hacen más deseable su posesión. Conocí también lugares encantadores y algunos de lo más vulgar: mercados sucios llenos de trebejos inservibles y tiendas que son verdaderas máquinas del tiempo en donde uno se siente transportado a la intimidad de la vida cortesana.
Entre todos los objetos de mi colección había uno en especial al que aprecié como el más interesante. Era un espejo circular, como de doce centímetros de diámetro, una piedra negra pulida hasta volver su superficie un reflejante de cualidades excepcionales. Estaba incrustado en un trozo informe de ámbar y, aprisionados en éste, dos insectos irreconocibles suspendidos en ese ataúd desde hace miles de años. La imagen que reflejaba era nítida y precisa aunque el ojo la percibiera con el color alterado gracias a que la superficie reflejante era de una piedra negra, pulida con esmero para convertirla en espejo. El espejo a que hago referencia fue uno de los primeros que obtuve y puede decirse que gracias a él me lancé a la búsqueda e inicié mi colección. Como casi todas las cosas importantes llegó a mí de improviso: una tía decidió internarse y pasar sus últimos años en un asilo, así que escogió de entre sus pertenencias las más indispensables y repartió el resto, a manera de herencia adelantada, entre los parientes. Yo era muy joven y me tocó en suerte el espejo, tal vez porque los demás lo consideraron un objeto bello pero inútil, de modo que me fue otorgado casi en calidad de juguete. Pregunté a mi tía sobre el origen de mi nueva posesión pero fueron muy pocos los datos que pudo darme. Ella lo recibió de su madre y ésta lo recogió junto con las pertenencias olvidadas por un huésped ocasional.
Años después llevé a valuar la pieza y busqué referencias acerca de su posible historia. Los datos son escasos y confusos. Las fuentes fueron anticuarios y algunos libros, catálogos para coleccionistas de antigüedades así como viejas revistas de modas y decoración. Con esto pude reconstruir la historia que a continuación relato pero que, desde luego, corre el riesgo de ser falsa.
"El espejo fue fabricado por orden de un joven enamorado para obsequiarlo a la mujer amada en fecha cercana al solsticio de invierno. En realidad mandó hacer dos espejos: el que yo tenía y otro de cuarzo pulido e incrustado también en ámbar pero del más puro que pudo encontrar, de manera que los dos, uno blanco y otro negro, son representaciones de la noche y el día. La relación entre estos jóvenes fue interrumpida por la acción de intereses familiares y él tuvo que alejarse de ella, obligado a cumplir misiones de índole militar en tierras extrañas. Antes de separase definitivamente decidieron quedarse cada uno con un espejo, en espera de que el destino volviera a reunirlos, cosa que no pasó. El se quedó con el negro y ella retuvo el blanco".
El espejo negro inició su peregrinar por el mundo y pasó de mano en mano hasta quedar depositado en el estuche de terciopelo verde que tenía en la vitrina de mi casa. En sus andanzas acumuló historias y creencias: se le atribuyeron poderes curativos; se le considera un amuleto contra todos los males; se asegura que fue fabricado por el mismísimo diablo y que, quien lo tenga en su poder, está irremisiblemente condenado; se le relacionó con crímenes horrendos pero también con actos heroicos y sublimes. Supe que algunas santurronas de las que no faltan, propagaron el rumor de que soy un hechicero sólo por el hecho de tener en mi poder el espejo. Consideré todo lo anterior como patrañas, consejas y mitos. Creo que el espejo es un bello ejemplar de joyería y nada más.
En mis viajes, no muchos, y en mis caminatas por las tiendas de anticuarios y mercados, busqué afanosamente el otro espejo para cumplir con el propósito de reunirlos nuevamente, estaba seguro de que nada pasaría, a excepción claro, de sentirme íntimamente satisfecho. Solamente hay algo que me falta por decir de mi pieza preferida y es que, por alguna extraña razón, no podía estar cerca de ningún otro espejo pues en cuanto el otro era aproximado a menos de cincuenta centímetros, inexplicablemente se rompía.
Algunas veces soñé con los espejos, el negro y el blanco juntos, uno frente al otro. Eran sueños ambiguos, confusos y angustiantes, en los que yo terminaba preso dentro de un bloque de cristal, como los insectos embalsamados en el ámbar. La última vez que los soñé amanecí muy débil, con disnea, enfermo, con una fuerte depresión. El médico me ordenó reposo y distracciones además de evitar en lo posible mi obsesión por los espejos, en especial por el ámbar negro. Deposité pues mi espejo en un estuche y lo guardé en una caja de cartón, finalmente aseguré la caja atándola con un cordel y la arrumbé en la repisa superior del guardarropa.
Traté primero de coleccionar otra cosa, monedas o grabados antiguos, pero terminé por abandonar todo intento de reunir una colección y me sumí en la vida rutinaria y de trabajo. De tarde en tarde visitaba a mis amigos anticuarios o daba un paseo por los mercados de trastos viejos, sólo para conversar con los conocidos o distraer mi mente con la variedad de las mercaderías. En uno de esos viajes encontré el espejo blanco, bellísimo, invitándome a llevarlo. Interrogué al dependiente sobre su procedencia y me narró una rara historia de marinos. Pregunté su precio y al conocerlo no me pareció exuberante, incluso sentí cierta urgencia del dependiente por que me lo llevara y pareció dispuesto aun a regalármelo. Acerca de tan extraña actitud me dijo que estaba harto del objeto pues desde que lo tenía, se le rompían misteriosamente todos los espejos y otros objetos de cristal o de vidrio. Me lo llevé entonces.
Al llegar a casa desempolvé mi improvisado almacén y desempaqué el espejo guardado, lo saqué de su estuche y los puse uno frente al otro. De inmediato todo empezó a cristalizarse: las maderas, las telas, los metales. Los muros se volvieron grandes superficies reflejantes, mi imagen se multiplicó hasta el infinito. Traté de salir de la casa pero cada vez que vislumbraba una posible salida, ésta no era más que otro espejo. Mi sensación no fue precisamente de terror pues no dejaba de tener belleza ese calidoscopio que crecía a mi derredor. Era como si la realidad se construyera nuevamente, segundo a segundo. Los espejos se reflejaron unos con otros, la realidad se reprodujo, surgieron nuevas realidades totalmente desconocidas para mí. La luz se volvió intensa hasta semejar un incendio en cada espejo, las llamas de cristal proliferaron hasta abarcar todo lo visible. Decidí evitar todo intento por encontrar una salida y me senté en el piso a esperar que alguien me sacara del sueño, y aún espero.

miércoles, 15 de agosto de 2007

La mirilla

En este blog me dedico a dar cuenta de aquello que pasa en esta ciudad imaginaria. Un grupo de luciérnagas dibujaron, con una danza extraña, un enorme laberinto en el cielo. Un hombre fue asesinado frente a su casa. La insensibilidad campea y nadie se da cuenta de la tragedia de una paloma que choca contra el vidrio. Por eso, va otro cuento.

La mirilla

Me disponía a salir de casa cuando descubrí un pequeño orificio en la puerta, casi a la altura de mis ojos. Por ella se filtraba un haz de luz. Me acerqué para examinar la puerta y ver si el desperfecto se debía a la acción de las termitas. El agujero tenía forma irregular y parecía hecho a propósito, con un clavo o algún objeto puntiagudo ayudado con un martillo; era reciente pues se notaba el color natural de la madera y contenía astillas que indicaban la presión ejercida desde afuera. Limpié con la mano la viruta y apliqué mi ojo sobre el orificio para utilizarlo a manera de mirilla. Quedé sorprendido de lo que observé a través de aquel ojillo improvisado. Una habitación exactamente igual a la que me contenía, sólo que decorada de manera por demás estrafalaria. Entró de pronto en la habitación un hombre como de mi edad. El individuo se movía en forma vacilante entre la barroca acumulación de objetos, algunos de ellos rotos y empolvados. Se acercó a la puerta con la intención de abrirla por lo que me sobresalté; sin embargo, pareció percatarse de la presencia del orificio y a él se dirigió para aplicar su ojo y observar. Por un momento los dos ojos, el mío y el de él, aplicados a la mirilla, provocaron una distorsión del tiempo, una alteración de la realidad en la que una pupila veía, a través de otra pupila, un sinnúmero de objetos arrumbados en la memoria. Me retiré de la perforación y abrí con rapidez la puerta para sorprender al hombre en su acto de espionaje. La calle manifestaba la tranquilidad de todas las mañanas. El sol bañaba el pavimento. Los escasos transeúntes apuraban el paso para cumplir con sus obligaciones cotidianas. Todavía confuso y con una sensación de vértigo, salí a la calle y cerré la puerta. Antes de retirarme definitivamente eché llave al cerrojo y revisé la madera que lucía impecable, sólida, sin magulladuras y recién barnizada.

jueves, 9 de agosto de 2007

Son casi las ocho de la noche. el mundo se desmorona para dar lugar a uno nuevo que no sé si será más o menos agradable que aquel en el que vivo. Aunque debo decir que me ha tocado habitar en muchos mundos. He visto a los bolígrafos manchar de tinta las camisas y a la gente con un radio de transistores, pegado al oído, en los camiones. Debo decir, también, que una constante, en todos mis mundos, han sido los soldados y el poder amenazante que los mueve. Después de sesenta años y algunos deterioros he perdido casi todas mis certezas, excepto la de que nuestro mundo sería mejor sin los soldados.
Va mi cuento

El hombre del yelmo dorado

El sol me despertó con una presión de alfileres en los párpados. Llevo tanto tiempo metido en esta cama que las sábanas son como mi propia piel. Esta es la primera vez que tengo deseos de levantarme, de andar por la casa, pasear por las calles y respirar el aire limpio. Busco en mi habitación, sin éxito, la figura de mi esposa o la de un familiar. Retiro las sábanas y contemplo a mi derredor: las blancas paredes, la cómoda de madera, los cuadros. Supongo que la gente de la casa salió y no tarda en regresar. Me acomodé en mi sillón preferido de la sala y esperé. Recordé el dolor constante, el túnel negro que se me apareció en sueños durante mi larga enfermedad. El silencio tal vez, o mi prolongada estancia en la cama, me hacen sentir el mundo como algo diferente. Los objetos parecen estar animados, los siento como si fueran parte de mí. Ese jarrón por ejemplo, está frío, siento su frialdad sin tocarlo y también siento el calor de la madera de la mesa de centro, como si el calor estuviera impregnado en ella después de tantos años de sostener sobre su lomo tazas y tazas de café humeante.
Miro hacia la ventana, las cortinas de gasa dejan pasar los rayos del sol que se depositan con suavidad sobre la alfombra y los muebles. Un rayo, el más claro de todos, apresa mi vista; en él pululan infinidad de pequeños polvillos y pelusas que brillan al ser tocadas por la luz, caen despacio, al llegar al suelo se transforman en pequeñas mariposas blancas que se alejan hacia la zona de sombra de la sala. Por todo el horizonte se despliegan multitud de flores que constituyen una alfombra multicolor. Lo curioso es que de cada flor nace un hilo que sostiene un escarabajo atado de una de sus patas. Cada escarabajo vuela alrededor de la flor que lo sostiene, como un pequeño planeta girando, perenne, alrededor de su sol. La tarde crece. Me siento débil. Tal vez no debí levantarme de la cama. Ahora que regrese mi familia seguramente seré reprendido y reinstalado en mi lecho de enfermo. Sin embargo, no quiero perderme el atardecer. El sol mortecino acentúa el claroscuro del cuadro El hombre del yelmo dorado, de Rembrandt, que cuelga de la pared, en la sala, es un cuadro inacabado, cada vez que lo contemplas es distinto, sugiere mundos diferentes. Tal vez el viejo soldado murió en múltiples batallas y cada muerte se grabó en un rasgo de su rostro.
Decidí que ya era tiempo de volver a la cama, me dio tristeza no ver a mi familia en estado de mejoría, por otro lado, me alegré de no ser sorprendido en acto de indisciplina. Volví pues a mi recámara a esperar a mis seres queridos. Desanduve mis pasos, abrí la puerta de mi habitación. El hombre del yelmo dorado está en mi cama, sus rasgos se transforman hasta parecerse a mi padre, después a mi abuelo. Me miré, muerto, cubierto por la sábana blanca, con la manguera del suero colgando flácida al lado del lecho y el yelmo, brillando tenue, a los pies de mi cama. Mi familia reza casi en silencio por el eterno descanso de mi alma.

martes, 7 de agosto de 2007

El doble

Aquí estoy, otra vez, redactando unas frases que lanzaré a jugar en el azar de la red, tal vez sean leidas por alguien si las encuentra por casualidad en esta ruleta rusa que es un blog. Va el cuento.

El doble

Lo primero que te encuentras cuando partes en busca de tu doble es una gran franja de miedo, un ancho desierto con unas cuantas varas secas aquí y allá. A lo lejos, borrosas, se distinguen unas montañas verdes que marcan el horizonte. A cada paso que das la línea verde se aleja y el aire se hace más denso mientras la sensación de miedo y soledad te paraliza los músculos. No se puede explicar el infinito y tampoco el desierto. No sé qué es más doloroso, si el sol que asaetea desde el cielo o esos soles diminutos que ceden ante las pisadas y que están calientes, se clavan en la piel y en los ojos. También el frío de la noche es un tormento. Son muchos los oasis que encuentro en el camino pero duran poco, menos tal vez que un suspiro. A veces el desierto se disfraza de selva y el calor se humedece, pero es imposible eliminar el sabor de la arena en los frutos que penden de los árboles. Existe la creencia de que la única forma de salir del desierto es encontrando la fórmula mágica, la combinación apropiada de palabras. Encontré a mi doble muchas veces, pero en cuanto me acerco lo suficiente para tocarlo, se desmorona hasta quedar convertido en un montón de arena. El último que encontré quedó convertido en un cristal de sílice, plano y brillante. Lo cubrí de inmediato con un paño y no lo he visto: me da horror saber lo que pasará el día que me mire en ese espejo.

sábado, 4 de agosto de 2007

El pozo

Cerraron los piratas el blog de Alejandro Aura, en cuanto detectan un blog con lectores, con muchos lectores, lo bloquean, seguramente sin otra intención que hacerse oir y ver, por lo menos durante unas horas. así la red se irá llenando de archivos bloqueados, de pequeños planetas a la deriva. Este blog no corre ese peligro porque no tiene lectores, funciona casi como un diario personal, así que por lo pronto va el segundo cuento:

El pozo

Túrgidos frutos en racimo se entrelazan
en el oscuro pozo de donde suben dedos.
José Saramago

Me gustaba ver al sol romperse cuando agitaba con la mano el agua cristalina del pozo. Me pasaba las horas con la mirada fija en la superficie del agua, me decía cosas. Hay paisajes en las ondas líquidas: un desierto, una selva de sombras, rostros de animales. Mi abuela me gritaba diciéndome que me alejara de ahí, que me iba a caer, que me volvería loco de tanto sol en la cabeza. Sin embargo, mi abuela dice que la locura está detrás de tantas cosas; vaticina que perderá sus cabales: quien coma pan con agua; cante a la mesa mientras come; hable solo; quien lea en lugar soleado o no rece el rosario. Si lo que la abuela dice es cierto no existe escapatoria posible a la sinrazón. Por eso no hice caso y seguí sentándome a la orilla de la pila, metiendo la mano en el agua para romper el sol en resplandores.
A veces me tiraba de panza y me ponía a contemplar el desfile de soles por el lomo del agua. Es curioso ver a los renacuajos moverse en pos de los puntos luminosos. El calor se hacía más denso con el correr de los minutos, como si en realidad hubiera un número igual de soles en el cielo a los que ruedan en las ondas del agua. Mi mano, sumergida, se dedicaba a romper anillos, a crear ondas que chocan con las ondas. Tan pronto perseguía a un pulgón del agua que no se dejaba alcanzar, como rascaba la lama de las paredes. Dicen que el pozo no tiene fondo y que, del otro lado, un niño pesca soles con la mano. También que el fondo está en el centro de la tierra y que el agua hierve. Hay monstruos adentro, fantasmas, tesoros, mujeres que fueron sacrificadas, maleantes, duendes.
Un día leí, en un libro de la biblioteca, que un muchacho, Narciso, se tiró al agua porque estaba enamorado de su imagen. Creo que en realidad lo atraía el agua y todas las cosas que dice, los mundos que oculta. No estaba enamorado de sí mismo sino de los renacuajos y los pulgones, del sol que se parte y de la luna que se bebe el agua y se mete en el pozo hasta llenarlo. Tal vez se lanzó a buscar los duendes o al que pesca soles del otro lado.
Cada día se enojaba más mi abuela y lastimaba mis oídos con sus gritos. Decía, a mi padre, que paso el día lanzando piedras al agua, panza a tierra; que voy a morir de insolación o que, lo más seguro, acabaré en el fondo del pozo, enredado entre la lama.
Me agradaba ver mi rostro reflejado y notar cómo se deformaba por la acción del viento sobre la superficie. Cuando me acercaba al agua poco a poco, sin cerrar los ojos, tratando de hacer coincidir los dos rostros que se miran, sentía el frescor en mis mejillas y, al atacarme la sensación de ahogo, sacaba la cabeza y una máscara de azogue resbalaba gota a gota por mi piel, mis pelos mojados apuntaban hacia el fondo del pozo y escurrían; en cada gota se reflejaba un mundo que se sumaba a los mundos que habitan en el agua.
Los renacuajos huyen asustados, se esconden bajo las piedras que sobresalen de las paredes o se protegen en las sombras. Yo masticaba lentejuelas verdes, de las que proliferan en la orilla de la pila, son dulces pero dejan un sabor a lodo que tarda varios días en quitársete; tal vez me enferme o me salgan ronchas en el cuerpo si las sigo comiendo, pero no puedo dejar de masticarlas. En las tardes sin viento el agua parecía sólida, como un gran espejo, mi rostro reflejado estaba quieto y hasta los pulgones semejaban piedrecillas inmóviles. Sólo el vapor que asciende revela la existencia del agua. En torno al pozo crecen flores y arbustos que se duplican al asomarse al espejo. Metía la mano o lanzaba una piedra al centro para que las ondas reboten y el pozo se convierta en un calidoscopio. ¿Por qué mi abuela pensará que voy a caer al agua?. Tal vez Narciso no se lanzó tras de su propia imagen sino a buscar el mundo que se esconde en cada gota.
Recordé un refrán que repetía mi madre: "Después de niño ahogado, tapen el pozo". Nunca vi. la necesidad de tapar el pozo, ni ahora, es tan bello, hay tantas cosas adentro. Las nubes atraviesan muy lento el espejo del agua, parecen grandes buques que desfilan y que yo bombardeo, les destruyo los flancos con piedritas, pero los barcos de algodón se recomponen y prosiguen su navegar inexorable hasta perderse. Los renacuajos simbolizan tiburones, rondan las naves en espera de los desperdicios pero nada, las nubes se alejan y los batracios vuelven a ser bolitas negras arremolinadas en el pozo. A veces el sol se detiene, amarillo, en el centro del pozo, entonces parece un ojo. El ojo crecía y su pupila negra era como un pozo dentro de otro pozo. La luna también juega con el agua, la pinta de plata lentamente hasta transformar el espejo en un espejo. Me costaba trabajo distinguir, en ocasiones no sabía cuál era la luna y cuál el pozo, los dos eran como espejos y yo estaba en ambos, multiplicado hasta el infinito. Varias veces me dio el vértigo pero no sufrí, al contrario, anhelaba sumergirme y bogar en las nubes. Me imaginé como una canica dorada, con cola. Deseé ser como la luna y beberme toda el agua hasta transformarme en pozo; que el sol nadara sobre mi piel y saludar al que pesca del otro lado, descubrir las verdaderas razones de Narciso.
No sé por qué recuerdo tanto el refrán de mi madre, me asusta porque ya no encuentro soles jugando sobre el agua. Se acabaron los renacuajos y la luna, las lentejuelas verdes. Hace mucho que no veo mi piel derretida en azogue y mis cabellos mojados. Sólo hay un túnel negro y la voz de mi abuela llamando a la cordura.
Ojalá y nunca tapen el pozo, que no corten la luz y el aire al universo que se agita en el agua; que no me dejen solo sin poder ver el sol y las nubes. Que no lo tapien ahora que vivo aquí y soy el agua y los pulgones y la luna. Mi piel es líquida igual que mis ojos y mi pelo. Si tapan el pozo me moriré otra vez y para siempre

miércoles, 1 de agosto de 2007

sin mirar a los espejos

Los cuentos que publicaré en este blog, a partir de hoy, fueron publicados en dos libros: El pozo y Juan del Jarro y otras historias. Los releí y encontré algunos problemas y fallas, de manera que tuve que pulirlos y corregirlos para dejarlos más o menos presentables. Les añadí además algunos cuentos escritos recientemente. Publicaré uno diario para que me dure.

Ciudad

Sherezade me ha enseñado a creer
que la lógica humana engaña y sumerge en
un mar de contradicciones.
Naguib Mahfuz

Lo que te voy a relatar no es una historia, es una sucesión de sombras. Te lo escribo en un intento por dar acomodo a las voces que me trae el viento: los ecos y los ecos de los ecos. El texto es un poco el hilo de los sueños que me inventan y te inventan, también dan su forma a las calles, a los ciclistas y a los pájaros. Me habla el sol, la palmera, la mujer silenciosa de la plaza y el bolero. Sus fantasmas se mezclan con los míos para formar un discurso abigarrado. Te digo mi experiencia que no es mía y el mundo de los otros. Sueño desde tus propios sueños. Todo empezó con una huida. Escapé de una cárcel que casi no recuerdo, era de piedra, de humo, de fuego, de agua salada. Desde el momento en que abandoné sus paredes me asaltaron las luces como dagas y las voces que me siguen.
Me fugué de prisión, rompí sus muros, resbalé por sus largas columnas y vine a dar al desierto. Pero nunca conté con esta sed de arena, esta inmensidad sin límites que resulta infinitamente peor que el estrecho marco de mi celda. Me paso la lengua por los labios y el dorso de la mano para sorber mi sudor, para beberme. Agua es la palabra, la única palabra que me queda y también: lluvia, lago, río, charco, arroyo, catarata. Estoy a punto de volverme loco, de que se me incendie la realidad a golpes de sol. Camino a pesar de todo para escapar de los monstruos de arena y para alcanzar a los de agua que se alejan. Mis pasos, lentos, sostenidos sólo por una sed de fierro, apuntan hacia un cúmulo de sombras, hacia una esperanza de siluetas. Llegué a una ciudad casi de noche empujado por las sombras del desierto. Las viejas calles sueltan voces, se desprenden de los muros añejos como costras. Se superponen las charlas y las leyendas con el aullido triste de los perros. La soledad, esa vieja vagabunda, se entretiene silbando como el viento, recorre las calles. La ciudad es como un cementerio, como un laberinto que cambia de forma: nacen nuevos callejones, se mueren avenidas arboladas, crece la hierba en los resquicios y las paredes se derrumban. Camino entre las ruinas con un costal de miedo sobre el hombro. Me meto a una calle que se cierra y otra se abre a mi derecha o a mi izquierda. La ciudad está viva y me tiene aprisionado, no me deja salir. Me detienen sus muros: los de piedra, los de lodo. Me detienen también los relojes que se escuchan muy quedo. Un animal de arena se traga todo poco a poco: las viviendas, los grandes edificios y a los muertos. Cuando la bestia acabe con su lenta labor de rumiante, con su largo proceso digestivo, volveré a quedar en el desierto. La luna limpia de sombras las paredes. En busca de un refugio me introduzco en una posada, localizo mi habitación y me tiro en la cama para recuperar las fuerzas. Me dormí con una mujer de sal que me abrazaba y extraía todo el líquido de mi cuerpo, todos mis humores. Me quedé casi muerto con la sed sobre la piel y el vientre. Sueño que me trago bardas, ladrillo por ladrillo, hasta que despierto sudoroso de saciedad y miedo. Las sábanas se esfuman, se disuelven las paredes. Mis uñas se clavan en la arena mientras eructo otra ciudad bajo la luna.
Llegué a este lugar hace años, no supe cómo, simplemente llegué, tal vez impulsado por un afán de aventura o en una atropellada huida porque soy un prófugo. Es posible que la ciudad no exista y sea yo el que la construye durante un interminable sueño. En este momento camino entre los charcos de una calle empedrada. El sol salió para secar la lluvia impregnada en el adobe. Medio bordeando charcos percibí el olor de la leche que hierve. Veo hacia los portones de madera con herrajes pintados de negro. De pronto una casona de muros encalados. Busco algo pero sólo recuerdo mi sueño de anoche en la posada y un ancho desierto. En realidad quiero escapar de todo, de esta sed roñosa, fugarme de la fuga misma. La casa me fascina, me atrae, estoy seguro de que guarda algún secreto importante. Me cuelo en un portal frente a la casa para guarecerme de la lluvia y al mismo tiempo protegerme de ser sorprendido, espiando, por alguno de sus habitantes. Me dediqué a observar los altos ventanales con vidrios emplomados y balcones de hierro con diseños de arabescos. Un muslo bien torneado y de una blancura de porcelana se asomó, insinuándose apenas, en el balcón de uno de los ventanales. El corazón me dio un vuelco y empecé a sudar inexplicablemente, presa de una agitación y excitación casi erótica. Me percibí violando la intimidad de una mujer desconocida. La pierna avanzó despreocupada hasta que apareció una mujer bellísima que se alisaba los cabellos aprovechando los rayos del sol como secantes. Sus movimientos aumentaban mi ardor. La posibilidad de ser calificado como un vulgar mirón me hizo sentir mal, pero no pude despegar la vista de la ventana. Otra figura se sumó a la de la mujer, ésta era la de un hombre, desnudo también, que la rodeó con sus brazos por la cintura. Ambos se acariciaron. Traté de enfocar el rostro del hombre que irrumpió en mi relación con la mujer de la ventana: ese hombre era yo. De pronto los herrajes empezaron a desdoblarse, se movieron sinuosos como las víboras de los encantadores. Las flores de lis y los sarmientos se volvieron barrotes y la casa de muros encalados una cárcel. Yo estaba adentro con una mujer de sal, pero también afuera en un crisol de arena.
Sueño nuevamente. La ciudad me tiene entre espejismos, esta ciudad en donde los edificios se tragan a otros edificios y yo trago ladrillos hasta llenarme la boca de tierra roja. Traté de mirar nuevamente a la ventana pero en su lugar una ancha avenida se extendía hasta el horizonte. Estoy en la banqueta, un hombre me tiene amenazado con un cuchillo y otro me agarra por la solapa. Quiero correr y escapar de esta agresión pero mis músculos están paralizados y en mi memoria una escena de amor en la ventana. Mi angustia se refleja en los ojos del atacante más cercano y me veo en sus pupilas, perseguido, corriendo entre las calles. Hay mil temblores guardados todavía abajo de la tierra. Sueño y siento una garra en la garganta: es la sed, me acompaña casi desde que llegué a esta ciudad fantasma. Una barda detiene mi carrera y atrás de mí los coyotes, las bandas de asesinos nocturnos, los verdugos, los soldados y una procesión de monjas: quieren prenderme fuego. La barda de piedra es un obstáculo y trato de escalarla clavando las uñas en los recovecos. Si no fuera por esta sed. Mi lengua es de arena. Mis ojos son de arena. Me llega un olor de incienso y el tañer de unas campanas. Creo que el muro que trato de escalar es una iglesia. Adivino a las beatas que rezan el rosario, somnolientas, al monaguillo que hace oscilar el incensario. Me veo metiendo la mano por un orificio en la madera para sacar la limosna. La mano me duele, la barda de piedra logró sacarme sangre de las uñas. Se oyen cada vez más cerca el aullar de los coyotes y los pasos de los verdugos. Cierro los ojos de dolor y los abro en un zaguán atestado de macetas, es una selva diminuta llena de caracoles y lombrices y hormigas. Estoy en una tina, desnudo y sumergido en agua jabonosa, tengo sed pero el agua de la tina sabe amarga. En el pelo tengo arena y en las uñas, en las axilas y en los pliegues de la piel. El sol es un gran globo que se hincha con rapidez ante mis ojos. Voy a morir en esta ciudad que cambia. El frío me hace contraer los músculos a pesar del sol casi blanco. Presiento la lluvia, la veo venir con el olfato y con los huesos; es posible que al fin sacie esta sed terrible. Escucho otra vez los pasos y las voces. La tristeza toma forma, la miro como a una mujer de espaldas, como un niño perdido, como un viejo con hambre, como un hombre torturado.
Otra vez la calle, bordeada de sólidas construcciones con barrotes en las ventanas, bordeada de cárceles. Los viandantes visten, todos, con el característico overol de los presos. Llevo cadenas en las manos y grilletes en los tobillos. Tengo sed pero no puedo salir en busca de agua. Los coyotes me alcanzan, siento el calor infernal de las antorchas. Tal vez sea mejor dejar que me atrapen y acabar de una vez por todas con esta sed. Deseo escapar de los fantasmas. Me fugué de una prisión para caer en otra. Estoy en una ciudad pero en realidad muriendo de sed en el desierto, bajo un sol intenso, con la piel convirtiéndose en arena. Ahora estoy en una plaza. En el quiosco un hombre continúa con un discurso que empezó hace más de cien años y se repite una y otra vez. Las moscas merodean en los basureros y sobre el lomo de los canes que dormitan en el césped. Del palacio de gobierno salen personas, se dirigen en fila a la catedral que está enfrente, desde ahí la fila llega a la casa del prestamista y otra vez al palacio de gobierno. De la plaza parten cuatro calles, desembocan cada una en otra plaza y de ésta salen cuatro calles que llegan a otra plaza y al mismo discurso, a las moscas, al mismo sol resbalándose en el cielo. Hasta aquí llegan las voces del mercado y se suman a los ruidos del cuartel y del ajetreo de los callejones. Te escribo para entretener mi sed y para dejar un testimonio de mi huida. Me salí de una cárcel húmeda y salobre para llegar a una de tierra y de raíces. En el camino se llenaron mis bolsillos de objetos inútiles: un poco de ceniza, una navaja, dos monedas, varias cartas que releo por las noches, una pluma y un anillo. Cada escritor redacta un libro con el que pretende descifrar el sueño de otro fugitivo. Escucho el sonido de los cornos y el ladrar de una jauría de perros cazadores. Emprendo nuevamente la carrera.
La ciudad levanta bardas para impedir mi salida. Siete adolescentes beben cerveza junto a un poste. Una pareja se acaricia entre jadeos. Un hombre moribundo se arranca los puñales del cuerpo y se desangra. Me persiguen otra vez la sed y el miedo. Empujo los batientes de una vieja puerta de madera y me introduzco en una nueva ciudad exactamente igual a la que dejo atrás. Bajo la ciudad hay túneles que duplican la madeja enredada de las calles. En los túneles hay casas que parecen cantinas y bancos que son en realidad las guaridas de los asaltantes y los asesinos. Las ratas van y vienen por las calles subterráneas. Cada ciudad es como una herida purulenta sobre la piel del mundo y en ellas se esconden fugitivos. Huyo de la sal y de mi sombra. Los muertos se apilan formando capas y después se levantan.
De pronto estoy otra vez en la posada. Un hombre dormido junto a una mujer de barro. Alrededor de la cama, y en desorden, muchas hojas escritas se esparcen por el suelo y sobre los muebles. Levanto algunas y leo en ellas la historia de un hombre fugitivo en una ciudad cambiante y viva. Leo con avidez los textos para encontrar el desenlace, para conocer el sueño del hombre que duerme y que me inventa. Afuera se oye el silencio del desierto: el canto del búho, el aullido y el tintinear de los cascabeles. Los rayos de la luna atraviesan la malla de las cortinas. El hombre de la cama se despierta y me vuelvo un manchón de tinta en el espejo.