miércoles, 1 de agosto de 2007

sin mirar a los espejos

Los cuentos que publicaré en este blog, a partir de hoy, fueron publicados en dos libros: El pozo y Juan del Jarro y otras historias. Los releí y encontré algunos problemas y fallas, de manera que tuve que pulirlos y corregirlos para dejarlos más o menos presentables. Les añadí además algunos cuentos escritos recientemente. Publicaré uno diario para que me dure.

Ciudad

Sherezade me ha enseñado a creer
que la lógica humana engaña y sumerge en
un mar de contradicciones.
Naguib Mahfuz

Lo que te voy a relatar no es una historia, es una sucesión de sombras. Te lo escribo en un intento por dar acomodo a las voces que me trae el viento: los ecos y los ecos de los ecos. El texto es un poco el hilo de los sueños que me inventan y te inventan, también dan su forma a las calles, a los ciclistas y a los pájaros. Me habla el sol, la palmera, la mujer silenciosa de la plaza y el bolero. Sus fantasmas se mezclan con los míos para formar un discurso abigarrado. Te digo mi experiencia que no es mía y el mundo de los otros. Sueño desde tus propios sueños. Todo empezó con una huida. Escapé de una cárcel que casi no recuerdo, era de piedra, de humo, de fuego, de agua salada. Desde el momento en que abandoné sus paredes me asaltaron las luces como dagas y las voces que me siguen.
Me fugué de prisión, rompí sus muros, resbalé por sus largas columnas y vine a dar al desierto. Pero nunca conté con esta sed de arena, esta inmensidad sin límites que resulta infinitamente peor que el estrecho marco de mi celda. Me paso la lengua por los labios y el dorso de la mano para sorber mi sudor, para beberme. Agua es la palabra, la única palabra que me queda y también: lluvia, lago, río, charco, arroyo, catarata. Estoy a punto de volverme loco, de que se me incendie la realidad a golpes de sol. Camino a pesar de todo para escapar de los monstruos de arena y para alcanzar a los de agua que se alejan. Mis pasos, lentos, sostenidos sólo por una sed de fierro, apuntan hacia un cúmulo de sombras, hacia una esperanza de siluetas. Llegué a una ciudad casi de noche empujado por las sombras del desierto. Las viejas calles sueltan voces, se desprenden de los muros añejos como costras. Se superponen las charlas y las leyendas con el aullido triste de los perros. La soledad, esa vieja vagabunda, se entretiene silbando como el viento, recorre las calles. La ciudad es como un cementerio, como un laberinto que cambia de forma: nacen nuevos callejones, se mueren avenidas arboladas, crece la hierba en los resquicios y las paredes se derrumban. Camino entre las ruinas con un costal de miedo sobre el hombro. Me meto a una calle que se cierra y otra se abre a mi derecha o a mi izquierda. La ciudad está viva y me tiene aprisionado, no me deja salir. Me detienen sus muros: los de piedra, los de lodo. Me detienen también los relojes que se escuchan muy quedo. Un animal de arena se traga todo poco a poco: las viviendas, los grandes edificios y a los muertos. Cuando la bestia acabe con su lenta labor de rumiante, con su largo proceso digestivo, volveré a quedar en el desierto. La luna limpia de sombras las paredes. En busca de un refugio me introduzco en una posada, localizo mi habitación y me tiro en la cama para recuperar las fuerzas. Me dormí con una mujer de sal que me abrazaba y extraía todo el líquido de mi cuerpo, todos mis humores. Me quedé casi muerto con la sed sobre la piel y el vientre. Sueño que me trago bardas, ladrillo por ladrillo, hasta que despierto sudoroso de saciedad y miedo. Las sábanas se esfuman, se disuelven las paredes. Mis uñas se clavan en la arena mientras eructo otra ciudad bajo la luna.
Llegué a este lugar hace años, no supe cómo, simplemente llegué, tal vez impulsado por un afán de aventura o en una atropellada huida porque soy un prófugo. Es posible que la ciudad no exista y sea yo el que la construye durante un interminable sueño. En este momento camino entre los charcos de una calle empedrada. El sol salió para secar la lluvia impregnada en el adobe. Medio bordeando charcos percibí el olor de la leche que hierve. Veo hacia los portones de madera con herrajes pintados de negro. De pronto una casona de muros encalados. Busco algo pero sólo recuerdo mi sueño de anoche en la posada y un ancho desierto. En realidad quiero escapar de todo, de esta sed roñosa, fugarme de la fuga misma. La casa me fascina, me atrae, estoy seguro de que guarda algún secreto importante. Me cuelo en un portal frente a la casa para guarecerme de la lluvia y al mismo tiempo protegerme de ser sorprendido, espiando, por alguno de sus habitantes. Me dediqué a observar los altos ventanales con vidrios emplomados y balcones de hierro con diseños de arabescos. Un muslo bien torneado y de una blancura de porcelana se asomó, insinuándose apenas, en el balcón de uno de los ventanales. El corazón me dio un vuelco y empecé a sudar inexplicablemente, presa de una agitación y excitación casi erótica. Me percibí violando la intimidad de una mujer desconocida. La pierna avanzó despreocupada hasta que apareció una mujer bellísima que se alisaba los cabellos aprovechando los rayos del sol como secantes. Sus movimientos aumentaban mi ardor. La posibilidad de ser calificado como un vulgar mirón me hizo sentir mal, pero no pude despegar la vista de la ventana. Otra figura se sumó a la de la mujer, ésta era la de un hombre, desnudo también, que la rodeó con sus brazos por la cintura. Ambos se acariciaron. Traté de enfocar el rostro del hombre que irrumpió en mi relación con la mujer de la ventana: ese hombre era yo. De pronto los herrajes empezaron a desdoblarse, se movieron sinuosos como las víboras de los encantadores. Las flores de lis y los sarmientos se volvieron barrotes y la casa de muros encalados una cárcel. Yo estaba adentro con una mujer de sal, pero también afuera en un crisol de arena.
Sueño nuevamente. La ciudad me tiene entre espejismos, esta ciudad en donde los edificios se tragan a otros edificios y yo trago ladrillos hasta llenarme la boca de tierra roja. Traté de mirar nuevamente a la ventana pero en su lugar una ancha avenida se extendía hasta el horizonte. Estoy en la banqueta, un hombre me tiene amenazado con un cuchillo y otro me agarra por la solapa. Quiero correr y escapar de esta agresión pero mis músculos están paralizados y en mi memoria una escena de amor en la ventana. Mi angustia se refleja en los ojos del atacante más cercano y me veo en sus pupilas, perseguido, corriendo entre las calles. Hay mil temblores guardados todavía abajo de la tierra. Sueño y siento una garra en la garganta: es la sed, me acompaña casi desde que llegué a esta ciudad fantasma. Una barda detiene mi carrera y atrás de mí los coyotes, las bandas de asesinos nocturnos, los verdugos, los soldados y una procesión de monjas: quieren prenderme fuego. La barda de piedra es un obstáculo y trato de escalarla clavando las uñas en los recovecos. Si no fuera por esta sed. Mi lengua es de arena. Mis ojos son de arena. Me llega un olor de incienso y el tañer de unas campanas. Creo que el muro que trato de escalar es una iglesia. Adivino a las beatas que rezan el rosario, somnolientas, al monaguillo que hace oscilar el incensario. Me veo metiendo la mano por un orificio en la madera para sacar la limosna. La mano me duele, la barda de piedra logró sacarme sangre de las uñas. Se oyen cada vez más cerca el aullar de los coyotes y los pasos de los verdugos. Cierro los ojos de dolor y los abro en un zaguán atestado de macetas, es una selva diminuta llena de caracoles y lombrices y hormigas. Estoy en una tina, desnudo y sumergido en agua jabonosa, tengo sed pero el agua de la tina sabe amarga. En el pelo tengo arena y en las uñas, en las axilas y en los pliegues de la piel. El sol es un gran globo que se hincha con rapidez ante mis ojos. Voy a morir en esta ciudad que cambia. El frío me hace contraer los músculos a pesar del sol casi blanco. Presiento la lluvia, la veo venir con el olfato y con los huesos; es posible que al fin sacie esta sed terrible. Escucho otra vez los pasos y las voces. La tristeza toma forma, la miro como a una mujer de espaldas, como un niño perdido, como un viejo con hambre, como un hombre torturado.
Otra vez la calle, bordeada de sólidas construcciones con barrotes en las ventanas, bordeada de cárceles. Los viandantes visten, todos, con el característico overol de los presos. Llevo cadenas en las manos y grilletes en los tobillos. Tengo sed pero no puedo salir en busca de agua. Los coyotes me alcanzan, siento el calor infernal de las antorchas. Tal vez sea mejor dejar que me atrapen y acabar de una vez por todas con esta sed. Deseo escapar de los fantasmas. Me fugué de una prisión para caer en otra. Estoy en una ciudad pero en realidad muriendo de sed en el desierto, bajo un sol intenso, con la piel convirtiéndose en arena. Ahora estoy en una plaza. En el quiosco un hombre continúa con un discurso que empezó hace más de cien años y se repite una y otra vez. Las moscas merodean en los basureros y sobre el lomo de los canes que dormitan en el césped. Del palacio de gobierno salen personas, se dirigen en fila a la catedral que está enfrente, desde ahí la fila llega a la casa del prestamista y otra vez al palacio de gobierno. De la plaza parten cuatro calles, desembocan cada una en otra plaza y de ésta salen cuatro calles que llegan a otra plaza y al mismo discurso, a las moscas, al mismo sol resbalándose en el cielo. Hasta aquí llegan las voces del mercado y se suman a los ruidos del cuartel y del ajetreo de los callejones. Te escribo para entretener mi sed y para dejar un testimonio de mi huida. Me salí de una cárcel húmeda y salobre para llegar a una de tierra y de raíces. En el camino se llenaron mis bolsillos de objetos inútiles: un poco de ceniza, una navaja, dos monedas, varias cartas que releo por las noches, una pluma y un anillo. Cada escritor redacta un libro con el que pretende descifrar el sueño de otro fugitivo. Escucho el sonido de los cornos y el ladrar de una jauría de perros cazadores. Emprendo nuevamente la carrera.
La ciudad levanta bardas para impedir mi salida. Siete adolescentes beben cerveza junto a un poste. Una pareja se acaricia entre jadeos. Un hombre moribundo se arranca los puñales del cuerpo y se desangra. Me persiguen otra vez la sed y el miedo. Empujo los batientes de una vieja puerta de madera y me introduzco en una nueva ciudad exactamente igual a la que dejo atrás. Bajo la ciudad hay túneles que duplican la madeja enredada de las calles. En los túneles hay casas que parecen cantinas y bancos que son en realidad las guaridas de los asaltantes y los asesinos. Las ratas van y vienen por las calles subterráneas. Cada ciudad es como una herida purulenta sobre la piel del mundo y en ellas se esconden fugitivos. Huyo de la sal y de mi sombra. Los muertos se apilan formando capas y después se levantan.
De pronto estoy otra vez en la posada. Un hombre dormido junto a una mujer de barro. Alrededor de la cama, y en desorden, muchas hojas escritas se esparcen por el suelo y sobre los muebles. Levanto algunas y leo en ellas la historia de un hombre fugitivo en una ciudad cambiante y viva. Leo con avidez los textos para encontrar el desenlace, para conocer el sueño del hombre que duerme y que me inventa. Afuera se oye el silencio del desierto: el canto del búho, el aullido y el tintinear de los cascabeles. Los rayos de la luna atraviesan la malla de las cortinas. El hombre de la cama se despierta y me vuelvo un manchón de tinta en el espejo.

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