miércoles, 22 de agosto de 2007

Blanco y negro

Resulta que paso por una etapa de sequía, en todo este año sólo he podido escribir media docena de textos. Creo que debo moverme por otro lado, vislumbro algunas puertas, espero que alguna se abra. Mientras tanto va otro cuento.

Blanco y negro

Casi todos tenemos una inclinación más o menos oculta por atesorar algún tipo de objetos, por coleccionar algo. Son estas colecciones como el soporte que nos hace sentir seguros ante la realidad cambiante, o las satisfactoras de la íntima vanidad por poseer lo que nadie más puede poseer. A mí me dio por coleccionar espejos de todo tipo, sólo rehuí las lunas de los antiguos roperos y los de grandes dimensiones, debido a que no tenía forma de colocarlos en mi casa. Me especialicé en los pequeños espejos de tocador o de bolsillo. Cuando los sacaba todos para limpiarlos y eran tocados por la luz, ésta se intensificaba, encendía mi casa en una nueva fuente luminosa; algunos vecinos se acercaban atraídos por el espectáculo y tuve que salir a explicarles la causa del fenómeno para evitar llamadas precipitadas a los bomberos.
Los tenía de muchas formas e incrustados en los más variados materiales: en hoja de latón finamente labrado, en concha nácar que rivalizaba en destellos con el espejo, en oro, plata, cobre, en casi todas las maderas preciosas, en pedrería, carey, ámbar y muchos más. El proceso mismo de buscarlos y adquirirlos me brindó insospechadas experiencias. Conocí anticuarios famosos, vendedores de viejo, personas dispuestas a relatarme, con pelos y señales, las historias que envuelven a los espejos en venta y que hacen más deseable su posesión. Conocí también lugares encantadores y algunos de lo más vulgar: mercados sucios llenos de trebejos inservibles y tiendas que son verdaderas máquinas del tiempo en donde uno se siente transportado a la intimidad de la vida cortesana.
Entre todos los objetos de mi colección había uno en especial al que aprecié como el más interesante. Era un espejo circular, como de doce centímetros de diámetro, una piedra negra pulida hasta volver su superficie un reflejante de cualidades excepcionales. Estaba incrustado en un trozo informe de ámbar y, aprisionados en éste, dos insectos irreconocibles suspendidos en ese ataúd desde hace miles de años. La imagen que reflejaba era nítida y precisa aunque el ojo la percibiera con el color alterado gracias a que la superficie reflejante era de una piedra negra, pulida con esmero para convertirla en espejo. El espejo a que hago referencia fue uno de los primeros que obtuve y puede decirse que gracias a él me lancé a la búsqueda e inicié mi colección. Como casi todas las cosas importantes llegó a mí de improviso: una tía decidió internarse y pasar sus últimos años en un asilo, así que escogió de entre sus pertenencias las más indispensables y repartió el resto, a manera de herencia adelantada, entre los parientes. Yo era muy joven y me tocó en suerte el espejo, tal vez porque los demás lo consideraron un objeto bello pero inútil, de modo que me fue otorgado casi en calidad de juguete. Pregunté a mi tía sobre el origen de mi nueva posesión pero fueron muy pocos los datos que pudo darme. Ella lo recibió de su madre y ésta lo recogió junto con las pertenencias olvidadas por un huésped ocasional.
Años después llevé a valuar la pieza y busqué referencias acerca de su posible historia. Los datos son escasos y confusos. Las fuentes fueron anticuarios y algunos libros, catálogos para coleccionistas de antigüedades así como viejas revistas de modas y decoración. Con esto pude reconstruir la historia que a continuación relato pero que, desde luego, corre el riesgo de ser falsa.
"El espejo fue fabricado por orden de un joven enamorado para obsequiarlo a la mujer amada en fecha cercana al solsticio de invierno. En realidad mandó hacer dos espejos: el que yo tenía y otro de cuarzo pulido e incrustado también en ámbar pero del más puro que pudo encontrar, de manera que los dos, uno blanco y otro negro, son representaciones de la noche y el día. La relación entre estos jóvenes fue interrumpida por la acción de intereses familiares y él tuvo que alejarse de ella, obligado a cumplir misiones de índole militar en tierras extrañas. Antes de separase definitivamente decidieron quedarse cada uno con un espejo, en espera de que el destino volviera a reunirlos, cosa que no pasó. El se quedó con el negro y ella retuvo el blanco".
El espejo negro inició su peregrinar por el mundo y pasó de mano en mano hasta quedar depositado en el estuche de terciopelo verde que tenía en la vitrina de mi casa. En sus andanzas acumuló historias y creencias: se le atribuyeron poderes curativos; se le considera un amuleto contra todos los males; se asegura que fue fabricado por el mismísimo diablo y que, quien lo tenga en su poder, está irremisiblemente condenado; se le relacionó con crímenes horrendos pero también con actos heroicos y sublimes. Supe que algunas santurronas de las que no faltan, propagaron el rumor de que soy un hechicero sólo por el hecho de tener en mi poder el espejo. Consideré todo lo anterior como patrañas, consejas y mitos. Creo que el espejo es un bello ejemplar de joyería y nada más.
En mis viajes, no muchos, y en mis caminatas por las tiendas de anticuarios y mercados, busqué afanosamente el otro espejo para cumplir con el propósito de reunirlos nuevamente, estaba seguro de que nada pasaría, a excepción claro, de sentirme íntimamente satisfecho. Solamente hay algo que me falta por decir de mi pieza preferida y es que, por alguna extraña razón, no podía estar cerca de ningún otro espejo pues en cuanto el otro era aproximado a menos de cincuenta centímetros, inexplicablemente se rompía.
Algunas veces soñé con los espejos, el negro y el blanco juntos, uno frente al otro. Eran sueños ambiguos, confusos y angustiantes, en los que yo terminaba preso dentro de un bloque de cristal, como los insectos embalsamados en el ámbar. La última vez que los soñé amanecí muy débil, con disnea, enfermo, con una fuerte depresión. El médico me ordenó reposo y distracciones además de evitar en lo posible mi obsesión por los espejos, en especial por el ámbar negro. Deposité pues mi espejo en un estuche y lo guardé en una caja de cartón, finalmente aseguré la caja atándola con un cordel y la arrumbé en la repisa superior del guardarropa.
Traté primero de coleccionar otra cosa, monedas o grabados antiguos, pero terminé por abandonar todo intento de reunir una colección y me sumí en la vida rutinaria y de trabajo. De tarde en tarde visitaba a mis amigos anticuarios o daba un paseo por los mercados de trastos viejos, sólo para conversar con los conocidos o distraer mi mente con la variedad de las mercaderías. En uno de esos viajes encontré el espejo blanco, bellísimo, invitándome a llevarlo. Interrogué al dependiente sobre su procedencia y me narró una rara historia de marinos. Pregunté su precio y al conocerlo no me pareció exuberante, incluso sentí cierta urgencia del dependiente por que me lo llevara y pareció dispuesto aun a regalármelo. Acerca de tan extraña actitud me dijo que estaba harto del objeto pues desde que lo tenía, se le rompían misteriosamente todos los espejos y otros objetos de cristal o de vidrio. Me lo llevé entonces.
Al llegar a casa desempolvé mi improvisado almacén y desempaqué el espejo guardado, lo saqué de su estuche y los puse uno frente al otro. De inmediato todo empezó a cristalizarse: las maderas, las telas, los metales. Los muros se volvieron grandes superficies reflejantes, mi imagen se multiplicó hasta el infinito. Traté de salir de la casa pero cada vez que vislumbraba una posible salida, ésta no era más que otro espejo. Mi sensación no fue precisamente de terror pues no dejaba de tener belleza ese calidoscopio que crecía a mi derredor. Era como si la realidad se construyera nuevamente, segundo a segundo. Los espejos se reflejaron unos con otros, la realidad se reprodujo, surgieron nuevas realidades totalmente desconocidas para mí. La luz se volvió intensa hasta semejar un incendio en cada espejo, las llamas de cristal proliferaron hasta abarcar todo lo visible. Decidí evitar todo intento por encontrar una salida y me senté en el piso a esperar que alguien me sacara del sueño, y aún espero.

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