Son casi las ocho de la noche. el mundo se desmorona para dar lugar a uno nuevo que no sé si será más o menos agradable que aquel en el que vivo. Aunque debo decir que me ha tocado habitar en muchos mundos. He visto a los bolígrafos manchar de tinta las camisas y a la gente con un radio de transistores, pegado al oído, en los camiones. Debo decir, también, que una constante, en todos mis mundos, han sido los soldados y el poder amenazante que los mueve. Después de sesenta años y algunos deterioros he perdido casi todas mis certezas, excepto la de que nuestro mundo sería mejor sin los soldados.
Va mi cuento
El hombre del yelmo dorado
El sol me despertó con una presión de alfileres en los párpados. Llevo tanto tiempo metido en esta cama que las sábanas son como mi propia piel. Esta es la primera vez que tengo deseos de levantarme, de andar por la casa, pasear por las calles y respirar el aire limpio. Busco en mi habitación, sin éxito, la figura de mi esposa o la de un familiar. Retiro las sábanas y contemplo a mi derredor: las blancas paredes, la cómoda de madera, los cuadros. Supongo que la gente de la casa salió y no tarda en regresar. Me acomodé en mi sillón preferido de la sala y esperé. Recordé el dolor constante, el túnel negro que se me apareció en sueños durante mi larga enfermedad. El silencio tal vez, o mi prolongada estancia en la cama, me hacen sentir el mundo como algo diferente. Los objetos parecen estar animados, los siento como si fueran parte de mí. Ese jarrón por ejemplo, está frío, siento su frialdad sin tocarlo y también siento el calor de la madera de la mesa de centro, como si el calor estuviera impregnado en ella después de tantos años de sostener sobre su lomo tazas y tazas de café humeante.
Miro hacia la ventana, las cortinas de gasa dejan pasar los rayos del sol que se depositan con suavidad sobre la alfombra y los muebles. Un rayo, el más claro de todos, apresa mi vista; en él pululan infinidad de pequeños polvillos y pelusas que brillan al ser tocadas por la luz, caen despacio, al llegar al suelo se transforman en pequeñas mariposas blancas que se alejan hacia la zona de sombra de la sala. Por todo el horizonte se despliegan multitud de flores que constituyen una alfombra multicolor. Lo curioso es que de cada flor nace un hilo que sostiene un escarabajo atado de una de sus patas. Cada escarabajo vuela alrededor de la flor que lo sostiene, como un pequeño planeta girando, perenne, alrededor de su sol. La tarde crece. Me siento débil. Tal vez no debí levantarme de la cama. Ahora que regrese mi familia seguramente seré reprendido y reinstalado en mi lecho de enfermo. Sin embargo, no quiero perderme el atardecer. El sol mortecino acentúa el claroscuro del cuadro El hombre del yelmo dorado, de Rembrandt, que cuelga de la pared, en la sala, es un cuadro inacabado, cada vez que lo contemplas es distinto, sugiere mundos diferentes. Tal vez el viejo soldado murió en múltiples batallas y cada muerte se grabó en un rasgo de su rostro.
Decidí que ya era tiempo de volver a la cama, me dio tristeza no ver a mi familia en estado de mejoría, por otro lado, me alegré de no ser sorprendido en acto de indisciplina. Volví pues a mi recámara a esperar a mis seres queridos. Desanduve mis pasos, abrí la puerta de mi habitación. El hombre del yelmo dorado está en mi cama, sus rasgos se transforman hasta parecerse a mi padre, después a mi abuelo. Me miré, muerto, cubierto por la sábana blanca, con la manguera del suero colgando flácida al lado del lecho y el yelmo, brillando tenue, a los pies de mi cama. Mi familia reza casi en silencio por el eterno descanso de mi alma.
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