Me gusta imaginar libremente mientras escribo, el problema es que divago, desvarío a veces. Se me van las palabras en corriente como un caudal que fluye interminable. Cuesta trabajo redondear la anécdota y no caer en sin sentidos. Creo que no existe una anécdota redonda, cada historia es parte de otra historia más grande. Es preciso sin embargo, no poner palabras inútiles, asentar sólo aquellas que encajan ajustadas como en un rompecabezas. Pero volviendo a la historia, batallo mucho para precisar sus límites y no sólo eso, también se me dificulta encontrar la que resulte de verdad importante, la que debe ser contada. Hay muchas historias: las que rescatan mitos, las que desgarran los velos de una realidad que se escabulle. Pero es posible que se requieran unos ojos especiales para detectar esos temas, esas tramas fascinantes. Me conformo con sentir el placer de garrapatear palabras en una hoja blanca. Mientras el papel se llena de grafismos, como esos muros a espaldas de la estación del ferrocarril, me dedico a ver cómo pasa el tiempo y los transeúntes.
Desde la vidriera se ve la plazoleta y me divierte ver a los globeros luchando por sostener su mercancía contra los reclamos del aire; a las palomas; a la gente que camina; a los aseadores de calzado. Pero es imposible, ahí, detectar una historia. Parece todo tan rutinario, tan vacío. Me entretiene mirar hacia los pies de los paseantes, observar sus zapatos, calcular el ritmo de sus pasos, adivinar el rostro y el estado de ánimo a través de los pasos. Puedo inventar personajes, transformar la placita en un universo mágico en donde las tramas se crucen, las situaciones emotivas se superpongan y se mezclen.
Sigo sin contar algo importante. Mientras tanto, un perro husmea desde hace un rato en la plaza, escudriñó todos los rincones y metió las narices en todos los lugares: a la orilla del prado, bajo las bancas, al pie de los postes. Es un perro común y corriente, de pelambre amarilla, de orejas largas y caídas, ojos color miel, las patas delanteras con un poco de blanco, como si trajera unos guantes percudidos. En algunas zonas del cuerpo muestra ronchas enrojecidas, producto de la sarna o alguna infección en una herida vieja. Terminó su recorrido, según parece, y Solovino escogió un pedazo de banqueta, soleado, para reposar sus huesos y poner a orear sus ronchas. Dio varias vueltas antes de doblar sus patas traseras en un ritual minucioso, como si la posición final fuera de suma importancia para conciliar el sueño. Arrojó una mirada despectiva a su derredor y colocando el hocico sobre sus patas delanteras cerró los ojos y dejó que lo acariciaran el sol y las moscas.
Qué lejos está este perro adormilado de aquellos canes que pasaron a la historia por sus hazañas, qué lejos de Argos por ejemplo. Por asociación empiezo a recordar otros lebreles, como aquel collie diminuto al que hacíamos correr. Recuerdo un perro peludo, pequeñito, que ladraba por horas, histérico e irritable, cuya dueña, una novia que tuve, hablaba hasta por los codos con una voz chillante. Ella, mi exnovia, era blanca como la leche y gustaba de ponerse vestidos con un gran escote para después acariciarse los senos, con el pretexto de tapárselos, hasta dejarlos enrojecidos como las ronchas de Solovino que dormita, plácido, en la acera de enfrente. Tuve también una novia morena, hosca y agresiva, a la que dejé de ver porque su perro, un pastor encerrado y maligno, me mordió en la pantorrilla.
El cuaderno se llena y yo sin apresar el hilo de una historia. Es posible que sólo deje salir unas cuantas ideas para que se oreen al sol también y se recompongan en una historia verdadera. Me imagino a Argos durmiendo en el estiércol, con el anciano porquerizo como único compañero y la idea fija de no morir antes de ver por última vez a su amado dueño. Esa sí es una historia y no la de este pobre canino, anónimo y semimuerto, que se deja, indolente, atropellar a cada rato por los niños y sus triciclos.
El perro abre los ojos y levanta la cabeza. Dirige hacia mí su mirada color miel, casi dulce, como si supiera que él está motivando el que gaste mi tinta en su reposo inútil. Se levanta despacio, estira los huesos para que se le acomoden las coyunturas. Bosteza, se sacude y se dirige después hacia un niño que porta un helado; el niño se asusta y busca de inmediato la protección tras las piernas de su madre. Solovino se da vuelta, ignora el llanto del niño y se acerca al poste próximo, lo huele, lo rodea para observarlo por todos lados y después estampa su marca. Vuelve a explorar el terreno, husmea con la nariz pegada al suelo, una nubecilla de moscas lo sigue posándose, intermitentemente, sobre su lomo. Encuentra un pedazo de chicharrón de harina, lo empuja con el hocico, lo toma con los dientes, lo suelta de nuevo, estornuda irritado por el ácido de la salsa roja que impregna el alimento, lo muerde al fin y lo empuja con la lengua, lo traga casi sin masticarlo. Descubre un papel periódico arrugado y empieza a olerlo cerca de una banca. Un parroquiano mueve de improviso el brazo y el animal interpreta este movimiento como una amenaza, mete el rabo entre las patas y se aleja con la cabeza gacha. El perro regresa al lugar en que dormitó y se echa otra vez para dejar pasar la tarde.
Me decido a transformar esta plaza en un verdadero surtidor de significaciones. El quiosco por ejemplo, es un ágora, un tablado, un escenario y en él se suceden historia tras historia. La de una señora que se instaló en el quiosco el día que ejecutaron a su marido y se quedó a vivir ahí por espacio de treinta años, pidiendo piedad para el ahorcado. La de un par de amantes, sorprendidos en el centro de su coloquio amoroso, que lavaron con sangre la tarima cuando el irascible padre de la dama vació su pistola sobre la pareja que, según él, mancillaba su honor. El quiosco usado de trinchera cuando el pueblo se defendió de los apaches. El lugar se transforma ante mis ojos y tan pronto es un estrado del que surgen ardorosas piezas oratorias, como un refugio que alberga a indefensos ciudadanos perseguidos por la policía con sus garrotes. La banda de música acompaña los pasos de la gente alrededor de la plaza: señoritas con vestidos largos llenos de cintas y encajes, vestidos que ocultan grandes polizones; señoritas de playera y falda corta de mezclilla que coquetean con jóvenes ataviados con trajes de casimir inglés de anchas solapas y sombreros de carrete.
Solovino chilló pues un triciclo magulló su rabo. El perro se movió y fue a echarse bajo la sombra de un arbusto, ahí estaría protegido de otro imprudente ataque de triciclo. Un perrillo faldero de color gris que portaba un collar con estoperoles se acercó a Solovino para olerlo y éste, emitió un débil rugido y peló los dientes para desalentar al intruso, cosa que logró con creces pues el perrito salió corriendo para buscar la protección de su dueña. Los ojos color miel del can sarnoso volvieron a fijarse en mi presencia para después ignorarme como si yo fuera una más de las impertinentes moscas que lo acosan.
Traté de concentrarme en mi texto y recuperar el escenario perdido, en busca de una historia redonda. El aire se hizo más violento conforme avanzó la tarde y agitó las copas de los árboles. Las imágenes que empezaron a fraguarse en mi narración fantástica fueron barridas por el ventarrón de marzo y me dejaron enfrente de una plaza rutinaria, con un quiosco viejo y un perro dolorido que se lamía el rabo con displicencia mientras las moscas le rondaban chupando la sanguaza que salía por sus heridas.
El globero enardeció su lucha contra el aire y los hilos de sus globos se le enredaron en los brazos y en el rostro. En parte por el aire y en parte por sus movimientos desordenados, el sombrero del hombre fue a dar al piso. El globero intentó tomar el sombrero del suelo, pero el viento pretendía no dejarlo en paz y lo empujó un poco hasta dejarlo fuera del alcance de sus manos. El hecho no podía ser más cómico, el hombre detrás de su sombrero mientras hacía esfuerzos por impedir que sus globos escaparan. En su lucha, el vendedor se acercó peligrosamente a los árboles de la plaza y algunos de sus globos explotaron al romperse la tensión del hule, gracias a los arañazos de las ramas sin hojas. El ruido de los globos que estallaron hirió los tímpanos de Solovino que empezó a ladrar y correr imitando, un poco, los grotescos movimientos del globero. El susto del perro fue soberbio, al grado que emprendió una huida de pánico hacia la acera del otro lado de la plaza. Todo fue en un instante: el chirriar de las llantas; el chillido de dolor de Solovino; la sangre que impregnó la calle; la gente que se arremolinó para ver el accidente; la llegada de la policía y del personal de limpieza del ayuntamiento que se llevaron el cuerpo del animal de pelambre amarilla y las moscas que lo siguieron como única comitiva. Unos minutos después la plazoleta recobró su calma dominical, con su banda de música y el rechinar de triciclos. El globero se quedó, luchando contra el viento. Me marché sin encontrar la anécdota redonda, la historia que rescate el mito o que descorra los velos de una realidad oculta.
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