miércoles, 12 de diciembre de 2007
Escultura
Llegué a la Plaza de Armas. Escogí la banca libre que me pareció más cómoda y me dispuse a leer un cuento fantástico, uno de esos en los que la realidad se borra y da lugar a sucesos extraordinarios. Antes de abrir el libro hice un recorrido con la mirada: la cantera bañada por el sol parecía más clara; tres o cuatro lustradores de calzado; dos globeros; un anciano que vendía semillas y dulces que portaba en un cesto; dos parejas jóvenes y varios hombres maduros concentrados en ver el paso de las horas como una lluvia implacable que moldea los rostros y las piedras. Una mujer llamó mi atención, pedigüeña, encorvada, como de setenta años, caminaba con lentitud tal que hubiera podido relatar su vida entera en cada paso. Se dirigió hacia el muro de la fachada de la catedral. El día declinaba y la sombra empezó a cubrirnos. Sin embargo, la cantera de la iglesia se aclaraba todavía más, por momentos era casi blanca. La pordiosera daba un paso y el muro emitía un destello que deslumbraba. Cayó la noche. La mujer llegó al muro de cantera que, para entonces, más que blanco parecía un espejo. Ella se fundió con la pared y quedó transformada en escultura, en una santa blanquísima, de mármol, que se puso a proteger palomas.
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