Pidió la hora y le dieron un balazo. Esta frase encabezó una nota de la sección policiaca de un periódico local. La información en el cuerpo de la nota se refería a un chofer que se aproximó, por la noche, al guardián uniformado de un negocio para pedirle la hora, éste, sin mediar razón alguna desenfundó su arma y disparó sobre el interrogador. El hecho relatado parece trivial por cotidiano, de este tipo de sucesos están plagadas las páginas dedicadas a la nota roja de los diarios. Sin embargo podemos hacer un ejercicio de reflexión que nos ayude a entender o interpretar una conducta que no carece de interés por cuanto implica algunos factores que merecen atención: el tiempo, el poder, la muerte y el lenguaje. El hecho de disparar sobre un individuo que pregunta la hora puede entenderse como una defensa, un acto de poder, o de locura.
En el primer caso, la defensa, podemos entender que, en la mente del velador, se desató el pánico debido al conocimiento de que solicitar la hora o un cigarro es parte del ritual del asaltante, por lo tanto la proximidad de un desconocido, amparado por la obscuridad de la noche, que pregunta la hora, es señal inequívoca de una violencia o un asalto. El policía interpretó los signos según su código personal y no tuvo otra salida que disparar sobre quien, a su juicio, amenazaba su integridad o su vida. La intención del herido permanece incógnita, pudo tratarse en efecto de un delincuente que preparaba un robo, o bien de un transeúnte ingenuo que preguntó la hora sin reparar en las consecuencias, o de una persona solitaria que pretendió iniciar una charla para romper su soledad. Lo que se hace evidente es que las incontables trampas del lenguaje, verbal y no verbal, las marcas generadoras de sentido, produjeron este hecho de sangre, el vigilante interpretó los signos como un peligro y respondió ante una fatalidad con otra.
Como acto de poder, el velador uniformado y el arma que porta son símbolos de control, parte de los mecanismos con que la sociedad organizada impone límites a la conducta. El vigilante está ahí para defender un principio, un concepto generado por el discurso jurídico y económico: el de la propiedad privada. La propiedad que defiende no es la suya, el velador sólo cumple el encargo de resguardar el orden impuesto por la cultura dominante, no juzga, no medita las causas y las consecuencias, sólo actúa. El papel asignado, de brazo de la ley, le impide ejercer un juicio de valor que le dé pistas acerca de qué es más importante, la mercancía o la vida. Por esto, cuando el policía interpreta la presencia del interrogador como virtual amenaza para los bienes encomendados, ejerce el poder que le fue conferido y dispara contra quien, a su juicio, rompe las reglas, invade un espacio prohibido, cruza una frontera imaginaria y artificial. La agresión del disparo se produce por la acción del discurso de poder implícito, la norma dominante impone las reglas que regulan y legitiman la conducta y la muerte.
A partir de la locura, la conducta del velador se explica por la presencia de una paradoja. Quién, en su sano juicio, puede pedir la hora y no esperar un disparo o una cuchillada por respuesta. Solicitar a bocajarro la ubicación precisa del instante implica someter la mente del interrogado a la presión de buscar una respuesta al viejo problema de la humanidad: el devenir y su desenlace, la muerte. El tiempo puede considerarse como una cualidad intangible de la materia o como una categoría del razonamiento, un método para apresar la realidad, para entenderla y manipularla, en ambos casos su medición es arbitraria, las manecillas del reloj no miden el tiempo sino la velocidad con que recorren el espacio de la carátula impulsadas por el mecanismo de un péndulo. En todo caso, lo que marca el reloj no es el tiempo sino el número de veces que se ha cumplido un ciclo construido con múltiplos de doce. Así, el velador interrogado cayó en un estado de perplejidad, producido por el vértigo de verse obligado a dar respuesta a lo insoluble, se colocó ante una bifurcación, por un lado la locura y por el otro la muerte, las dos formas de parar el tiempo. La acción de disparar se explica por la presencia del absurdo, la única defensa contra la locura es la locura. El que interroga pide un absurdo, la hora, y obtiene del interrogado otro absurdo, el disparo.
El relato de nota roja se transforma en un cuento taoísta, en la reproducción de una paradoja que lleva necesariamente a disolver la realidad para demostrar que ésta es una construcción caprichosa de la mente. Entre el acto de pedir la hora y el de sacar un arma y accionarla, media una realidad construida con signos, un discurso que violenta los hechos y se resuelve, desenlace fatal, en la muerte y el silencio.
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