Los ojos de Abraxas, casi rozándome la cara, buscaban quizá
algún vestigio de su ya muy lejana cordura... La muerte y el éxtasis
llegaron en el instante en que nuestros ojos se abrieron.
Jorge Mirabal
Me quema las manos el espejo negro, la piedra que humea con olor a ceniza y azufre. La piedra pulida refleja los trescientos sesenta y cinco nombres de Dios. El reverso está grabado con una imagen, terrorífica, de Cronos que devora niños y los que convierte en heces, lodo, en un limo verdoso del que crecen plantas y animales extraños: bípedos implumes y lampiños; jorobados que ocultan sus defectos con un trono; macrocéfalos cubiertos con birretes. El espejo me quema y me da vértigo, es como un túnel, un abismo poderoso que me arrastra. Debe ser la resaca y el tufo del vómito que sigue a la embriaguez, el caso es que sólo veo serpientes, dragones, sombras de piel viscosa y purulenta. A mi derredor hay ruinas, estatuas sin cabeza, cuerpos mutilados, sangre. Ríos de saliva humedecen mi piel y la tierra y las piedras. Hay lava también, que se apaga y petrifica al contacto con lenguas invisibles.
Doy unos pasos por esta sementera putrefacta y agónica. Intento recordar la lascivia de ayer, los cuerpos enlazados rodando sobre el césped, los humores que, mezclados, forman esta baba que lo moja todo. Yo soy Dionisos y en el clímax de la noche orgiástica recibí mi herencia, una marca de fuego sobre el pecho, la cicatriz de una palabra que es mi otro nombre, mi verdadero nombre: caos, oscuridad, enigma, Abraxas. Espero pues una señal, en medio de la noche; en el lodo germinal y maloliente. Soy, también, Apolo, el perfumado de luz, el que organiza el camino de los astros, el que revierte la digestión de Cronos para transformar el lodo fecal en los hijos del tiempo. Soy Dionisos y Apolo: soy Abraxas; el de los dos sexos, el gemelo de Jano. Duermo en el lodo, entre las ruinas, en el páramo fétido y sangrante, en este caos, porque éste, es el paraíso.
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