sábado, 13 de octubre de 2007

La memoria y el olvido

Encontré un libro que relata la historia de una ciudad que ya no existe y cuyos límites eran el viento y el desierto. Se fundó por azar sobre un campo cubierto con las cenizas de una guerra y a la margen del río. Al principio era casi una ciudad fantasma; sus habitantes, de paso, entraban y salían de la ciudad. Durante los primeros cien años de existencia, la población cambió totalmente varias veces, entre generación y generación no había vínculos. Cuando la ciudad cumplió cien años de fundada se reunieron autoridades y notables, discutieron los problemas que generaba lo efímero y mudable. Pensaron que eran necesarios una bandera y un escudo, una historia, algunas leyendas, muchos monumentos. Todo esto con la finalidad de crear una imagen, arraigar a la gente a sus solares, obligarlos a defender los bienes que se acumularon intramuros. Una comisión se dio a la tarea de organizar las cosas: se extendieron muchos certificados de ciudadanía y títulos de propiedad. Se creó el registro civil. Se jerarquizaron los barrios; los más alejados e insalubres para los mendigos y los viajeros recién llegados, los más céntricos y opulentos para los militares, los poderosos, los enriquecidos. Se le pagó a los escribanos y los hombres más viejos para redactar una historia, para que fijaran los días en que la ciudad, de fiesta, recordaría un hecho cívico importante, o de luto, la pérdida de un héroe en una batalla inexistente. Al final, contrataron artesanos para que levantaran estatuas en jardines, frontispicios, en cualquier lugar que permitiera la existencia de un pedestal y una figura.
Con el paso del tiempo y el arduo trabajo de la comisión, el protocolo se complicó hasta lo indescifrable. Los aseadores levantaban cada mañana carretadas de confeti, serpentinas, flores secas, hojas de papel en los que se escribieron los discursos. Los campos de cultivo y los talleres permanecían mucho tiempo abandonados porque los trabajadores celebraban alguna fecha memorable, o el nombre ilustre que inventaron los ancianos.
Reunidos nuevamente los notables analizaron los inconvenientes de un protocolo complejo y asfixiante. Discutieron los problemas que surgieron de la pesadez y lo inmutable. Decidieron entonces crear la semana de la libertad, una especie de carnaval, ocho días dedicados a la desmemoria; sin homenajes, discursos, himnos ni redobles. Las fiestas tuvieron gran aceptación entre los habitantes, pronto se extendieron hasta cubrir un mes entero. Durante ese tiempo se rompían banderas, se mutilaban las estatuas, o se cambiaban de lugar, de tal suerte que ninguna inscripción en los pedestales correspondía con la estatua sostenida. La semana de la libertad se convirtió en un mes y en un bimestre. La gente se dedicó a reinventar la historia, hasta tal punto que se perdió el arraigo. La ciudad en ruinas quedó sepultada bajo todos los caminos que la cruzan.

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