viernes, 2 de noviembre de 2007

Angelica

Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo.
pero debo seguir muriendo hasta tu muerte.
Olga Orozco

Contar la historia de Angélica no parece, a primera vista, algo interesante, salvo el asunto de su muerte. Sus primeros años transcurrieron en una situación privilegiada. Hija de un importante personaje de la comunidad, nada le faltó para satisfacer sus necesidades y aun sus caprichos. Sus días eran casi todos iguales: clases con una institutriz tolerante y permisiva; paseos por los jardines; visitas ocasionales al corral y a la huerta; recorridos, en las tardes lluviosas, por el laberinto que formaban las incontables habitaciones de la casa grande; tardes enteras en la biblioteca en busca de ilustraciones interesantes. Como hija única siempre se vio rodeada de las atenciones esmeradas de sus padres, familiares y sirvientes. Ella siempre pensó que vivía en un castillo y era una princesa. Los únicos miedos que la persiguieron provenían de sus sueños, de los ruidos inexplicables de los sótanos, a los que nunca le permitieron bajar, y de la espada que colgaba sobre la chimenea. La espada perteneció a un militar al que todos se referían como El abuelo, pero la relación familiar entre Angélica y el dueño del arma era imprecisable porque se hundía en un remoto pasado. Nunca supo la razón de su miedo a ese instrumento brillante que reposaba medio salido de su vaina, era, tal vez, porque intuía su filo peligroso, o por las historias de guerra, violencia y muerte que rodeaban a la figura del abuelo.
A la orilla del río, Angélica observa cómo los caballitos del diablo trazan líneas ondulantes en el agua, sus alas casi no se ven, son como manchas de luz azul que se detienen por instantes en los tules o en las piedras mojadas. La niña mete las manos en el agua para sentir el beso de los peces en sus dedos. Llora. Este día conoció la soledad. No fue por el regaño de su padre ni por la mirada fría de su madre, tampoco por la culpa. Se aventuró a penetrar en los misterios de los sótanos prohibidos porque hoy amaneció llena de preguntas. Algo en su interior cambió, dejó de ser parte de la casa y del paisaje, se supo única, diferente, las cosas dejaron de tener sentido y cada objeto, cada hueco, cada persona se volvieron unas pregunta sin respuesta. Por eso se fue al río, para ver si el murmullo del agua, o el de las hojas mecidas por el viento, podrían proporcionarle una respuesta. Siempre que Angélica se siente sola recuerda esta escena junto al río, han pasado muchos años pero el dolor nunca volvió a dejarla, lo siente como una libélula de alas azules que le revolotea por dentro. Algo se le rompió en las escaleras húmedas del sótano y, desde entonces, vaga por el mundo sintiéndose incompleta y con el hueco doloroso de la pérdida, es como si trajera la espada del abuelo atravesada en el vientre.
Otra cosa que Angélica recuerda con mucha claridad es una lectura. Unos días antes del episodio del sótano encontró un libro con ilustraciones de mujeres que viajaban sobre nubes. El libro, escrito por un tal Marcel Schwob, inicia con un discurso de Monelle que dice: “Yo soy la que está sola. Porque estoy sola me darás el nombre de Monelle, pero no olvidarás que tengo todos los otros nombres”. Angélica quedó impactada por estas palabras, se grabaron a fuego en su memoria, ella se sabía Monelle y creyó que las mujeres salían de la noche y volverían a la noche. Creyó también, como el personaje del libro, que: “Ninguna mujer puede permanecer junto a vosotros... Os enseñan la lección y luego se van. Vienen en medio del frío y de la lluvia para besar vuestra frente, después, las espantosas tinieblas vuelven a tragarlas”. Por eso Angélica buscó siempre la luz, abría puertas y ventanas, limpiaba con esmero el piso y las paredes para fabricar espejos que destruyeran la sombra con su brillo. Sin embargo, la oscuridad nunca se fue del todo, siempre estuvo ahí, como una presencia fatal y amenazante. Angélica creyó, por incomprensibles razones, que la negrura era parte de su propio ser, manaba de todos sus orificios. Alguien la convenció de que el mal habitaba en ella, convertido en manzana, y decidió beber el agua del Leteo, trató de olvidar las palabras de Monelle y la oscuridad del sótano. Muchos años vivió con un vaso de ron entre las manos.
El devenir desgasta, todo lo transforma en ruinas. Así se diluyó el castillo y los corrales y la huerta. Del río sólo quedó su cauce, desquebrajado y seco, sin tules y sin sauces. Todo se perdió en la polvareda que dejaron los cascos del poder en su cabalgata ciega. De todo, Angélica sólo retuvo la espada del abuelo. La espada fue otorgada en herencia a la esposa del militar, cuando éste se perdió durante alguna de las muchas batallas en el siglo diecinueve, de ahí pasó a la hija mayor y luego a otra, nunca más la empuñó un hombre, estuvo al cuidado de las mujeres como un símbolo de la presencia insoslayable del patriarca. En el caso de Angélica significó también el miedo, era el trozo de un pasado perdido para siempre. Algunas veces, cuando ni el vino lograba disipar las sombras, Angélica empuñaba la tizona y tiraba mandobles a la nada con la esperanza de asesinar fantasmas.

—Cuidado Pancho, fíjate cómo pateas la pelota, no vayas a romper un vidrio de La llorona.

Pancho nos vio a todos, sentados, o mejor, tumbados en la banqueta, sudorosos y cansados después del juego. Nos arrojó la bola con la mano y caminó despacio hacia la casa blanca, la casa de La llorona. Angélica era conocida por nosotros con ese sobrenombre. La llamábamos así porque su apariencia era fantasmal, muy blanca, de pelo largo y claro, siempre vestía una bata de tela transparente y caminaba con lentitud, como flotando, como entre nubes, volaba creo, al menos eso pensábamos cuando la veíamos agazapados desde la ventana. Seguimos a Pancho y nos asomamos una vez más para ver al fantasma, sólo que ahora ella nos vio, se acercó a nosotros y nos hizo una seña para que pasáramos. Nos acercamos a la puerta negra de metal, con timidez, en fila como si estuviéramos bajo las órdenes de una maestra. Nos abrió la puerta y nos condujo a su alcoba, una vez ahí nos pidió que nos sentáramos a los pies de la cama, los que no cupieron fueron instalados en sillas ubicadas a los costados. Angélica se colocó en la cabecera, se despojó de la bata y quedó completamente desnuda, su piel resplandecía iluminando la estancia, ni una sombra pudimos ver, la única oscuridad detectable era lo rosado de sus pezones y lo castaño de su bello púbico. Después tomó un libro que reposaba en la almohada y comenzó a leer. Su voz salía como arrastrada, inentendible. Ninguno de nosotros supo qué leía, sonaba misterioso, pero estábamos fascinados, inmóviles, con la mirada fija en ese cuerpo de mujer desnuda que para nosotros era un descubrimiento, una revelación. Recuerdo bien la luz, su piel pálida, la textura satinada de la colcha que apreté con las manos, el intenso y penetrante olor a alcohol que se desprendía de la mujer, y del vaso y la botella que estaban en la cómoda. Terminó de leer y sin vestirse nos acompañó a la salida. En cuanto pisamos la calle corrimos sin parar hasta la casa de la abuela, huíamos, sin saber por qué, de la casa sin sombras.
La visita se repitió dos o tres veces, siempre igual; ella con el libro en las manos, nosotros absortos en la voz y en el cuerpo desnudo. Nunca supe más de ella, lo que te cuento es una invención, como todo lo que se transforma en discurso. Lo que puedo decirte son pedazos de una historia, de varias historias, que rescaté de la basura, de las voces maledicientes de los habitantes del barrio, de los rumores. Angélica no fue apreciada por sus vecinos, la veían como un peligro, de ella se dijeron las cosas más insólitas, alguien incluso afirmó que la vio desnuda por la calle, con una espada que blandía en la mano.
Le decíamos La llorona porque con frecuencia la vimos, a través de la ventana, llorar larga y silenciosamente. Tal conducta nos parecía inexplicable y extraña. Angélica vivía sola. Los rumores que corrían en torno a su vida y su pasado eran de la más variada índole, a cual más de misterioso y sorprendente. Alguna vez, mientras jugaba en el patio, escuché una conversación de los adultos que se descuidaron, o no se percataron de mi presencia. Ellos hablaban de Angélica y un padre rígido, cruel, que castigaba a la niña encerrándola desnuda en los sótanos húmedos de la casa grande; alguien mencionó la posibilidad de violaciones y maltratos; otro negó tales atrocidades aduciendo que sólo se trataba de una enfermedad mental grave, transmitida por la sangre como un castigo a los excesos del abuelo.
Años después, mientras hojeaba unas revistas que me regaló mi padre, encontré un recorte de periódico, era un pedazo de la nota roja, amarillento y sin fecha. En el recorte se da cuenta de la muerte de Angélica. La nota, resumida, dice más o menos lo siguiente: Aterrador descubrimiento. Una mujer de nombre Angélica B. fue hallada, sin vida, esta madrugada. La policía no ha logrado esclarecer los hechos, aunque hay varias líneas de investigación. Una de las versiones afirma que la occisa, ebria, jugaba con una vieja espada y accidentalmente cayó clavándosela en el vientre. Otra, que algún malviviente intentó violarla y, al resistirse, fue muerta con una espada que guardaba como reliquia de familia. Había dos o tres versiones más, ninguna fue confirmada. Se interrogaron a vecinos y familiares pero todos discreparon en sus declaraciones. Sólo en un punto hubo coincidencia: fue difícil hallarla porque la casa estaba total y absolutamente a obscuras. A pesar de que ya estaba entrada la mañana ni un rayo de luz se filtraba en la casa, fue necesario romper los vidrios de las ventanas y retirar todas las cortinas para reconocer la recámara y el cuerpo. Un dato puesto al final de la nota, aparentemente inconexo, casi para rellenar, mencionaba los objetos encontrados en la escena: una botella, medio vacía, con un poco de ron, la fotografía de un casco de hacienda en ruinas, El libro de Monelle y una novela titulada La muerte del samurai.

No hay comentarios: