martes, 7 de julio de 2009

Palabra

A Gabriela d’Arbel

De pronto me dio por perseguir una palabra, por buscarla en los lugares más insospechados. No me preguntes cuál era porque no lo sé, apenas pude intuir su contorno borroso y se perdió en el universo de las cosas cotidianas. Intenté, con todas mis fuerzas, extraerla del fondo de la intrincada red de mi memoria, la tuve varias veces en la punta de la lengua, afiné mis oídos para escuchar su voz en el ruidoso silencio de la tarde. Todo fue inútil. La seguí según su clasificación más obvia y repasé nombres, adjetivos, verbos y adverbios, pensé que la reconocería por su color y brillantez, pero se obstinó en permanecer oculta. También creí que se haría patente por el efecto de su melodía o su ritmo, sólo recibí el silencio más profundo que pueda percibirse. Es muy difícil resignarse a perder una palabra, sobre todo cuando se piensa que podría tratarse de la más bella y armoniosa, la que podría dar lugar a un bellísimo poema. No queda más remedio entonces que salir a la calle y recoger las palabras que cayeron, como al descuido, de todas las conversaciones y las chácharas, retirarlas del piso y llenarse los bolsillos de palabras sucias, cubiertas por el polvo. Después, te acomodas en el rincón más hospitalario de la casa y llenas una página con ellas, o dos si es que te alcanza, y te olvidas para siempre de la palabra fugitiva.

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