jueves, 27 de diciembre de 2007

Regreso

Algunas tardes te sugiero historias, efímeras imágenes que dibuja la luz en la hoja blanquísima del aire. Cada escena encierra un drama íntimo, una desgarradura dolorosa que se pierde como una brizna de polvo en la tormenta. Así, te cuento el caso de un individuo que pretendía regresar sobre sus pasos, quería desandar puntualmente su camino. Lo intentó varias veces, pero perdía las marcas y enredaba las rutas, una y otra vez terminó en lugares desconocidos a los que no quería llegar. Para lograr su objetivo adquirió los implementos que, según él, eran necesarios para reconocer sus propias huellas: un teodolito, varias lupas, una lámpara, brújula, un sextante, lápiz y papel para trazar los mapas. Todos lo vimos recorrer las calles de la ciudad en busca de las marcas que dejaron sus zapatos, medía con cuidado las huellas, comprobaba la profundidad para ver si concordaba con su peso. Durante un buen rato contemplaba las marcas, y después su suela, otra vez la marca y otra vez la suela, medía también la distancia de los pasos. Después de varios años de tan minuciosa labor logró dibujar el mapa de todos los caminos recorridos. Preparó entonces lo necesario para el viaje y emprendió su camino de regreso. Nadie lo volvió a ver, pero si sales a recorrer las calles de la ciudad, en otoño, podrás ver, seguramente, un sinfín de huellas que se borran.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Viejo

Han pasado muchos años, casi setenta. Hoy me cuesta más trabajo recorrer el centro de la ciudad con mi canasta. Mis pasos, por causa de la debilidad y el abandono, son más cortos y más lentos. Hoy perdí un dolor, se me salió de la bolsa sin que me diera cuenta. A estas alturas he perdido tantos que dedico días enteros a buscarlos, observo cada rincón y cada grieta; levanto los tapetes y las piedras; reviso la parte superior de los roperos; abro libros al azar para ver si los encuentro entre las hojas; acecho a veces desde una ventana, para ver si sorprendo un dolor oculto entre las horas. Y es que sé, de alguna forma, que los dolores son la soldadura, el nudo de la extraña red que tejo con mis pasos. No soy estoico desde luego, no me gusta sufrir, pero no encuentro manera mejor de prepararme para recibir a la catástrofe. Así, abandono cada mañana la sombra del hogar y me instalo aquí, en una banca de la plaza de armas, veo pasar el día y caminantes y palomas. Intercambio dulces y semillas por monedas, y espero el dolor, uno de los míos que ya regresa, o uno extraño, el nuevo, el definitivo, el que me abra la puerta que conduce al camino sin regreso.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Escultura

Llegué a la Plaza de Armas. Escogí la banca libre que me pareció más cómoda y me dispuse a leer un cuento fantástico, uno de esos en los que la realidad se borra y da lugar a sucesos extraordinarios. Antes de abrir el libro hice un recorrido con la mirada: la cantera bañada por el sol parecía más clara; tres o cuatro lustradores de calzado; dos globeros; un anciano que vendía semillas y dulces que portaba en un cesto; dos parejas jóvenes y varios hombres maduros concentrados en ver el paso de las horas como una lluvia implacable que moldea los rostros y las piedras. Una mujer llamó mi atención, pedigüeña, encorvada, como de setenta años, caminaba con lentitud tal que hubiera podido relatar su vida entera en cada paso. Se dirigió hacia el muro de la fachada de la catedral. El día declinaba y la sombra empezó a cubrirnos. Sin embargo, la cantera de la iglesia se aclaraba todavía más, por momentos era casi blanca. La pordiosera daba un paso y el muro emitía un destello que deslumbraba. Cayó la noche. La mujer llegó al muro de cantera que, para entonces, más que blanco parecía un espejo. Ella se fundió con la pared y quedó transformada en escultura, en una santa blanquísima, de mármol, que se puso a proteger palomas.